«La laguna» — Episodio 1

El primer episodio del folletín de Carolina Aguirre parece una pesadilla imposible. Ilustra el maestro Gusti.

Páginas ampliables

Capítulo uno

Despegó la cara empastada de la almohada, no escuchó el despertador sonando histérico, y supo que se había quedado dormido. Buscó el celular entre la ropa tirada al lado de la cama mientras el corazón le latía de miedo. El cuerpo sabe si se despertó tarde; aunque la persiana no deje pasar ni un rayo de luz, el cuerpo siempre sabe. A lo lejos, vio la
hora en el equipo de música y lo confirmó. Eran las once y media de la mañana, estaba llegando tarde al trabajo de nuevo.
Se levantó de un salto y salió corriendo por el pasillo, rebotando con torpeza entre las paredes. Al doblar, un zócalo suelto le reventó un dedo, y se tuvo que arrastrar hasta el baño rengueando por el dolor. Cuando se lavó la cara vio que también tenía una herida debajo del ojo, un corte largo y fino como un sablazo, unido por un pedazo de sangre seca. Se lo tocó y trató de acordarse dónde se lo había hecho, pero no tenía idea. Ni de eso, ni del dolor punzante que tenía en el hombro derecho. Vio las botellas de champán tiradas y el vómito pegoteado sobre la tabla del inodoro y de repente sintió el mareo, el dolor de cabeza, la resaca, todo junto. Sabía que había salido con Pablo, que habían tomado, que habían estado —creía— en algún lugar con música tropical, pero lo demás era un rollo de película velada, una laguna. No se acordaba de nada, ni siquiera cómo había llegado a su casa y se había metido en la cama, sin poner la alarma ni el despertador.

Esta vez —un poco por el horario, otro poco por la pinta— no le iba a alcanzar un paro de subte ni un percance hogareño. Tenía que ponerse creativo para que no pudieran retrucarle ninguno de sus argumentos. Hacía dos semanas su jefe, Ratazzi, le había gritado en la cara que si volvía a llegar tarde se diera por despedido. Así de simple, con esa tonadita porteña de empresario cagador que usa trucha asalmonada en vez de salmón y cambia los langostinos jumbo por langostinos comunes empanados varias veces. “Un minuto después de las siete, un minuto nada más, y te vas para siempre.”
A esa hora unos trescientos sesenta minutos después de las siete) probablemente ya tuviera su liquidación y el cheque listo en la mano. Lo iba a echar. Y lo iba a echar con una sonrisa, porque podía quedarse con el prestigio de sus recetas pero pagando el sueldo del segundo de cocina, un petiso demasiado musculoso para ser tan petiso al que le decían Tachuela. A diferencia de él, Tachuela era joven y estaba ansioso por trabajar. Nunca llegaba tarde, no tomaba en horas de trabajo, evitaba discutir con los clientes, y lo más importante: todavía no se había peleado a las trompadas con el dueño del restaurante. —Enano de mierda, nunca descansa —murmuró, irritado.
La vibración del celular desde su propio bolsillo lo asustó. Abrió la tapa y vio las once llamadas perdidas, todas con el mismo número: el de la cocina del hotel.
Estuvo a punto de atender y suplicar, decir que era la última vez que faltaba, pero vio su billetera flaca tirada en el piso y se arrepintió inmediatamente. No podía perder el trabajo. No ahora, no con la cuenta del banco en rojo, no con el juicio por alimentos de su exmujer, no con el estado de su tarjeta de crédito.
Mientras pensaba, limpió el vómito con un diario de la semana pasada que nunca había leído. Pensó —como cada vez que limpiaba algo con esos diarios— que tenía que cancelar la suscripción. Había empezado a comprarlo para intentar una nueva rutina: despertarse temprano, desayunar, quizás hacer ejercicio, informarse, quizás pasar a buscar a su hijo y llevarlo al colegio. Pero el entusiasmo le había durado dos días y ahora, como la mayoría de las veces, estaba usando un diario nuevo para limpiar. Ese día, en la tapa había dos policías llevando a un hombre con la cabeza tapada con una campera. Pensó en esas caras anónimas, siempre agachadas, que nadie conoce y que podrían ser de cualquiera: del vecino, de un padre del colegio de su hijo, del chico que lo atendía en el mercado central. Los miró hasta que el vómito deshizo el papel y los transformó en un manchón de tinta negra.
Unos minutos después se puso un pantalón y salió de su casa sin siquiera peinarse, con el baño a medio limpiar. Al pisar el estacionamiento, casi atropelló al portero, que en vez de saludarlo le preguntó si necesitaba el comprobante de las expensas, una forma poco sutil de recordarle que tampoco las había pagado este mes. Julio bajó la ventanilla sin contestarle nada.

—¿Nombre?

—Julio Kaminski.

—¿Edad?

—Uf… Ya dije todo esto. Treinta y un años. Soy chef, en un hotel. Vivo solo. Divorciado. Un hijo. 

Julio buscó con la mirada al policía que le había preguntado todo antes de darle un número, 

pero no lo encontró. Ese día no lo volvió a ver.

—Ok. ¿Qué llevaba usted puesto? —insistió el cabo. 

Julio señaló su camisa y su pantalón. El policía lo miró de arriba abajo y empezó a tipear 

sesudamente, mientras murmuraba.

—Ajá, pantalón vaquero, remera color azul claro, Capital Federal, del barrio de Chacarita ocurren des hora más secus treinta chef —repitió el policía, sin dejar de escribir—. ¿Entonces?

—Lo que ya dije, oficial. Todavía estaba oscuro, no serían más de las seis de la mañana, siempre salgo a esa hora para el trabajo. Iba caminando al garage en donde guardo el auto y sentí que alguien caminaba atrás mío. Asustado, apuré el paso y sentí que la otra persona se apuraba también. Me di vuelta para mirar y sentí un dolor terrible en la cabeza. Después fue todo oscuro, húmedo, y por los golpes intuí que me metían en un auto. Y después lo único que recuerdo es despertarme, de una patada, tirado a unas cuadras del estacionamiento.

—¿Y qué más?

—Nada más.

—Le dijeron algo…

—Lo que le dije ya… —se fija el nombre en el uniforme—, inspector Galarza, cuando me desperté me dieron agua y me dijeron que se habían equivocado.

—¿Y le mostraron las caras?

Julio se arrepintió de no haber pensado mejor las cosas. El policía siguió haciendo preguntas y él le dio dos descripciones estándar y repitió todo varias veces como un maniático para que su relato pareciera más sólido: dos hombres jóvenes, morochos, treinta años. Uno alto, metro noventa, zapatillas blancas, jean oscuro, remera azul. Otro de metro setenta, pantalón deportivo negro. Del garage de su casa, cuando salía para el trabajo, bien temprano, a las seis. No se acordaba bien cómo eran las caras, estaba demasiado atontado. Tampoco sabía nada de la voz.

—Le sustrajeron un celular marca Samsung color azul eléctrico, un paquete de cigarrillos, una billetera con DNI número 23.401.466, una tarjeta de débito Banco Nación y doscientos cincuenta pesos en efectivo —completó el policía.

 Julio asintió.

—¿Y por qué no se llevaron el auto?  —preguntó el policía, intrigado. Julio se mordió 

el labio.

—No sé, porque tenían el suyo, supongo… —dijo, fingiendo indignación.

—¿Qué modelo? 

—Un Fiat Uno…

—¿De qué color?

Julio titubeó con la mirada perdida en el banderín de Independiente clavado en el machimbre de la oficina.

—Del rojo. Rojo, digo.

—¿Patente?

Julio transpiró, nervioso. 

—¿Cómo voy a anotar la patente? Eso lo deberían averiguar ustedes. ¿No? El policía lo miró y sonrió. El comentario le había molestado.

—No se preocupe, que lo vamos a hacer.

 

Julio salió de la comisaría con la denuncia en la mano, como si llevara un escudo de hierro. Lo peor ya había pasado. Cruzó la calle y tiró su billetera y el celular en un volquete, entre varias bolsas de basura. Desde un teléfono público llamó a su jefe, que primero lo atendió a los gritos pero luego fue bajando la voz para dar paso a un tono culposo, casi paternal. De pronto, sentía que esa mentira era la mejor idea que había tenido en toda su vida. Después de semejante tragedia, no solo no se iban a animar a echarlo, sino que lo iban a tratar con guante de seda.
—Estoy bien, estoy bien. Me rompieron un dedo, tengo el hombro lastimado, me cortaron la
cara un poco… Nada grave. Puedo ir igual —tanteó.
—¿Cómo vas a venir? No, no. Tomáte el día. Uno o dos, hasta que estés bien. No podés trabajar en ese estado de nervios —le dijo Ratazzi, asustado por el relato.
Julio insistió sin ganas hasta que fingió aceptar. Desde atrás, podía escuchar a Tachuela
murmurando y preguntándole si le habían hecho algo en las manos.
—Si necesitan algo, llámenme —aclaró.
—No te preocupes, ahora lo importante es que vos te recuperes y que encuentren a los ladrones.
Julio escuchó cómo su jefe callaba a Tachuela entre dientes y cortó, satisfecho. Compró
cigarrillos, prendió uno y se subió al auto.
Cuando encendió la radio pensó que tendría que haber tirado también el estéreo, pero le pareció demasiado caro para reponer. Volvió a su casa a toda velocidad, cantando, con la esperanza de llegar antes de que se le fuera el sueño. Por el apuro, estacionó torcido en el garage sabiendo que sus vecinos se iban a quejar y subió corriendo a su departamento. Apenas abrió la puerta, fue al cuarto, bajó la persiana y revolvió las sábanas mal puestas hasta encontrar la punta para taparse el cuerpo. Se estremeció de alegría y gritó. No podía creer que tuviera tanta suerte: dos días de descanso, sin hacer nada, y cobrando el sueldo.
Se durmió y no se despertó hasta las siete de la tarde, cuando sonó el teléfono. Abrió los ojos y se quedó mirando la pared como un pescado muerto, con el cuerpo pegado al colchón. El teléfono sonaba y sonaba, pero su cabeza no terminaba de entender qué día era y en dónde estaba. Se tocó la espalda y sintió la mano empapada de transpiración. Pegajosa. Chorreada. Estaba agobiado, pero postergó el momento de moverse hasta que sintió que no podía más, que el timbre del teléfono le estaba perforando el cerebro. Ahí sí, se arrastró hasta el living como pudo y atendió, aunque ya habían cortado. Solo encontró varios mensajes titilando en color rojo en la base del inalámbrico.
Aunque tenía sueño, se acordó de la promesa que le había hecho a su jefe y decidió revisarlos. Por un lado no quería que nadie lo molestara, pero, por el otro, necesitaba que no supieran todas las recetas, que tuvieran que hacerle preguntas, que lo convencieran de ir una o dos horas solo para supervisar. Pero la fantasía se le pinchó cuando presionó play y escuchó la voz colérica de Silvia, su exmujer, exigiendo una respuesta inmediata. Recién ahí se despabiló. Los gritos lo devolvieron a la realidad como un sopapo.
—Es la última vez que te llamo para decirte que tu hijo necesita zapatillas. Ya no me importa
si lo visitás, hijo de puta…
Julio escuchó la “t” y pasó al siguiente mensaje. Se había divorciado de Silvia por la cantidad de veces que peleaban durante el día. Si hubiera sabido todo lo que iban a pelear
después de la separación y la plata que iba a gastar manteniendo dos departamentos, nunca hubiera aceptado irse de la casa. El segundo mensaje también lo había dejado ella. Y el tercero. Y el cuarto. Y el quinto también. No era nuevo: Silvia, además de pelear, siempre había hablado demasiado.
—… vos te pensás que tu hijo vive del aire…, sabés lo que le voy a decir a tu mamá…, el problema que vos tenés en la vida… un borracho de mierda, un impotente con delirios de grandeza…
Julio agarró el cable de la base del inalámbrico y le dio un tirón seco, como si arrancara un yuyo de raíz. La ficha quedó adentro de la pared y vio el plumerito de cobre desflecado brillando en la punta del cable. Las luces del teléfono se apagaron y de repente no hubo más mensajes, ni llamados, ni ruidos, ni gritos. Si su mujer quería insultarlo, que lo hiciese en terapia. Y si tenían dudas en la cocina del hotel, que improvisaran. Él tenía que dormir, estaba cansado.
Volvió a la cama, de malhumor, repasando todo lo que podían olvidarse de sus recetas. Tenía miedo de que su jefe usara a Tachuela para hacer esas modificaciones baratas con las que venía insistiendo desde hacía tanto tiempo. Lo obsesionaban los detalles. El nombre de las cosas. Los ingredientes. La letra con la que escribían el nombre de los platos. Que le tocaran los cuchillos o le mezclaran las tablas de picar. Después pensó en Silvia y tuvo miedo de que llamara y preguntara por él en el trabajo. Su exmujer lo odiaba con tanta premeditación y esmero que si escuchaba sobre el secuestro enseguida se iba a poner a husmear y a sacar conclusiones. Por suerte para ella, él era demasiado vago para dedicarse tan apasionadamente a hacerle la vida imposible a alguien. Incluso a ella, que era la persona que más odiaba en el mundo.
A pesar de la bronca, Julio se volvió a quedar dormido en pocos minutos, pero en vez de entrar en un sueño manso, la bronca lo hundió en una pesadilla espantosa. En el sueño, su jefe no lo echaba, pero él trataba de salvar una receta, y sin querer se prendía fuego el cuerpo. Corría por la cocina, enloquecido, tratando de apagar las llamas pero nadie lo ayudaba: el dueño, los ayudantes, y hasta el bachero lo miraban mientras les suplicaba un poco de agua a los gritos. No se acordaba, pero creía que también estaba ella, su exmujer, riéndose como una bruja mientras revolvía una salsa en una cacerola. Quizás era otra mujer, pero la risa era de ella. Una risa mala. Una risa de odio.

Cuando volvió a la cocina, su jefe estaba especialmente amable. Por primera vez lo palmeó en la espalda y le preguntó si andaba bien, si necesitaba algo, si quería tomarse unos días más de descanso. Antes del secuestro —cuando se divorció o cuando internaron a su hijo por primera vez— jamás le había dispensado ninguna clase de cortesía. Pero ahora era diferente porque, según decía, esto no era su culpa y era algo que nos podía pasar a todos.
—¿El hombro? Si necesitás un traumatólogo me avisás que con eso no se jode —aclaraba a cada rato con generosidad alevosa.
Tachuela, en cambio, se encerró en sí mismo y casi no volvió a hablar, solo asentía y ejecutaba como un robot. Ni siquiera decía “sí” o “no” cuando Julio le pedía algo, solo lo hacía. Si tenía dudas (¿cuántas cebollas? ¿qué tipo de corte? ¿qué tamaño de papa?) arrancaba como él quería y esperaba que alguien lo corrigiera sobre la marcha. Si nadie lo corregía, mejor. Al principio, Julio creyó que tenía un problema personal, pero más tarde lo encontró charlando y riéndose con los bacheros antes de empezar el turno. Confirmó que el problema era él cuando pasó por al lado y la sonrisa del enano se cerró como una cremallera. Con los días, al gesto neutro, encerrado, algo hosco, se sumó una intensidad exagerada al tirar sartenes sucias en la bacha o al bajar el cuchillo sobre la mesa.
En vez de apoyar las cosas con la delicadeza habitual, Tachuela dejaba caer las cosas con hastío, haciendo un ruido premeditado e incómodo para todos. La situación se hizo tan intolerable que el domingo a la noche, en pleno servicio y con el salón lleno de comensales esperando sus entradas, cuando Julio le pidió más alcaparras en un pescado, el enano bajó el cuchillo de un golpe, se sacó el delantal y dijo que él no iba a seguir con esto. Julio lo miró, sin entender qué significaba “esto”, hasta que lo vio salir por la puerta trasera junto con dos bolsas con cáscara de papa y patear a su paso dos tachos de basura. Lo esperó hasta la medianoche, sin mencionar el tema frente al resto del personal, pero jamás volvió a su puesto.

Los lunes, su único día franco, Julio aprovechaba para dormir. El hotel tenía menos movimiento y se manejaban con un menú ejecutivo que quedaba preparado desde el domingo a la noche. Lo demás, las minutas y el servicio del bar, no tenía mayor complicación y podía seguir adelante sin su presencia. Antes Tachuela se quedaba los lunes y se tomaba martes o miércoles, pero ahora que no estaba, la cocina estaba acéfala, a merced de ayudantes que apenas podían cubrir su puesto. Aunque sabía que lo correcto era no desenchufar el teléfono por las dudas que lo necesitaran, esa tarde, antes de irse a dormir, Julio volvió a tirar del cable. Estaba demasiado cansado, se había tomado dos calmantes para el dolor de hombro, y no quería que nadie lo molestara en el medio de la siesta. Pero a pesar de tantas precauciones, no tuvo suerte. Porque si bien el teléfono no sonó, sí lo hizo el timbre, varias veces, hasta sacarlo del sueño. Todavía dormido, caminó hasta el portero eléctrico y lo levantó sin decir nada, esperando que el otro hablara primero. Sospechaba que su exmujer había estado juntando bronca durante la semana para venir a arruinarle su único día libre. Era capaz, muy típico de ella.
Los primeros instantes, silenciosos, se hicieron interminables. Se oía el ruido de la calle, unas voces lejanas y algunas bocinas, pero nada demasiado concreto. Por momentos, Julio creía escuchar una respiración fuerte, aserruchada y masculina. Por otros, creía que era el motor de los autos. Recién dos minutos después una voz recortó la espera. Julio sintió alivio, no era su exmujer ni nadie que conociera.
—¿El señor Julio Kaminski?
Lo primero que se imaginó era que venían a cortarle el gas de nuevo. Pensó en decirles que volvieran más tarde mientras iba a pagar la factura, o en sobornarlos con cincuenta pesos.
No estaba seguro de tener cincuenta pesos, pero quizás les pudiera dar veinte, o una tarjeta para ir a comer gratis al hotel.
—¿Quién es?
—Venimos de la comisaría veintiuno, lo estuvimos llamando toda la tarde.
De repente, le pareció que se le aflojaban los pies y perdía el equilibrio. Trató de responder algo, de parecer normal, pero no le salió nada. No tenía fuerzas para hablar, sentía que el cuerpo se derretía como un plástico sobre la hornalla.
Enseguida relacionó la partida de Tachuela con la visita de la policía. Era obvio que sospechaba de su mentira, algo habría dicho en el trabajo, sin darse cuenta. ¿Pero qué sabía? ¿Qué podía suponer, sin pruebas, sin datos, sin nada más que su bronca de segundón?
—¿Su celular es un Samsung azul, con un sticker de dos cuchillos cruzados? —insistió el
policía y lo hizo dudar. Volvió a pensar. Quería adelantarse al policía, pero nada de lo que se le ocurría tenía sentido.
—Sí.
—¿Podemos pasar? —preguntó el cabo.
Julio quiso llorar. Se tapó la boca para que no oyeran sus quejidos. No sabía cómo, pero lo
habían descubierto: lo iban a echar del trabajo y posiblemente lo metieran preso. Su mujer le iba a sacar el departamento y no iba a volver a ver a su hijo por muchos años. En la cárcel no tenía un solo amigo. A su abogado le debía mil doscientos pesos. Y su jefe iba a dar las peores referencias cuando quisiera salir y volver a trabajar. Este era el fin de su vida. Así. En calzoncillos, frente a un portero eléctrico mugriento.
—Tenemos buenas noticias para usted —dijo el cabo, para animarlo.
La frase lo tomó por sorpresa.
—¿Buenas como qué? —preguntó desorientado.
—Encontramos a los secuestradores. Solo necesitaríamos que se acerque a la dependencia para hacer un reconocimiento. Le aseguro que no le va a llevar más de una hora.
Julio no podía creer lo que estaba escuchando. Supuso de inmediato que era un error y se lo sugirió al cabo, tratando de no delatarse demasiado.
—No puede ser…
La contundencia del policía, sin embargo, lo desorientó de nuevo.
—Créame que es, señor. Son exactamente como usted los describió. La ropa, el auto, todo es idéntico. Además —se rió, antes de rematar— estos dos boludos tenían su celular en las manos.