«La laguna» — Episodio 4

¡Por fin! Caro Aguirre empieza a hacer pie en la laguna mental de Julio Kaminski y empezamos a saber qué pasó aquella noche. Gusti lo ilustra como si ya supiera el final. La tensión se palpa.

Páginas ampliables

Capítulo cuatro

Cada vez que sonaba el teléfono Julio pensaba lo mismo: que la policía se había dado cuenta de todo. Mientras caminaba para atender, entre derrotado y miedoso, se imaginaba la cadena de tragedias que se iba a desencadenar después del último “ring”.

Por empezar, apenas levantara el tubo, un cabo desconocido diría su nombre.

—¿Julio Kaminski?

Después, ese mismo cabo le pediría que se apersonara a la comisaría, donde quedaría detenido y lo someterían regularmente, hasta el día del juicio, a palizas y humillaciones de lo más variadas.

—¿Cómo me dijiste, Kaminski? Se te olvidó decirme “señor”, me parece. “Sí, señor”. “No, señor”. “Ya mismo, señor”. No seas impertinente que no quiero romperte un brazo de nuevo. Y haceme unos fideos. Hacenos fideos a todos, mejor, que los grandes queremos comer.

Para entonces, ya habría vendido su departamento para pagar abogados y habría llorado, pedido perdón, y confesado todo. Aun así, iría preso por falso testimonio y quizás, también, por obstrucción a la justicia. Posiblemente no volvería a ver a su hijo, al menos hasta que cumpliera dieciocho años. Como no podría pasarle un peso, su ex mujer le llenaría la cabeza en contra suya aunque los abuelos la ayudaran a mantenerlo. No iba a costarle mucho: nunca había sido un padre modelo.

—Andá a vivir con el borracho de tu padre si no te gusta. Ah, no. Cierto que está en la cárcel.

Por miedo, no se animaba a imaginar nada sobre la cárcel. Dejaba de pensar en el momento en el que lo metían en un patrullero, esposado. Recién cuando levantaba el tubo y se encontraba con un telemarketer extraviado en la guía telefónica, o se topaba con el manager del hotel en el que trabajaba Tachuela que le pedía referencias, respiraba de nuevo. No sentía alivio. Alivio no, porque nunca dejaba de pensar que el próximo llamado era el definitivo. Pero sí respiraba de nuevo.

—¿Conoce a un señor Juan José Tachón? —preguntaba un hombre del otro lado de la línea.

Entonces se disparaban miles de pensamientos en su cabeza. Tachuela había radicado una denuncia. Habían encontrado su celular en la basura. Alguien lo había visto caminando a la misma hora en la que se suponía secuestrado. Su ex mujer era cómplice de su ayudante, de su jefe, de la policía, de sus suegros. Las hipótesis iban variando y multiplicándose como Gremlins en su cabeza.

—Llamo para pedir referencias, él dejó un currículum en el hotel…
La palabra mágica. “Currículum”. Recién entonces caía y contestaba, sacando fuego por la boca.

—Ah ¿Tachuela? Es un enano de mierda. Envidioso. Resentido. Con ínfulas de chef internacional. Y un ladrón de recetas. ¿Se llama “Tachón”? Ajjaja, pobre pibe.

Por eso, cuando se encontró con esa mujer en la fiesta y ella le preguntó por el celular, en lugar de sentirse aterrado, se tranquilizó. Tenía pánico de preguntar, pero más pánico tenía de no saber qué había pasado. Solo quería era evitar la rutina demencial del teléfono: quería volver a oír un “ring” sin sentir miedo.

—Ah, sí, es que no tengo cargador, está apagado —le respondió Julio a la mujer, tanteándola.

—Supuse. Pregunté por vos en el hotel y nadie sabía quién eras. No trabajás ahí, mentiroso.

—¿Yo? Trabajo ahí desde hace años, podés preguntarle a cualquiera. Está mi nombre en el menú.

—¿Qué menú?

—Soy el chef.

—Me dijiste que eras uno de los gerentes del turno noche. Debe ser eso.

Julio sonrió, culposo. A ella no le importó.

—¿Podemos ir a buscar mi móvil a tu casa? —le dijo, apurada.

Recién en ese momento, Julio cayó. El teléfono que tenía en su casa era de ella, no el suyo. Probablemente habían pasado la noche juntos, le había mentido, ella se había llevado el suyo por error y lo había devuelto a la compañía telefónica, que apenas tomó la denuncia del robo interrumpió el servicio y se lo dio a la policía. Y eso era todo. O quizás, no. ¿Qué había de esos hombres? ¿Quiénes eran esos hombres que habían encontrado su celular? No había sabido nada más de ellos. ¿Estarían todavía detenidos? ¿Se habría aclarado que ellos nunca lo habían secuestrado? Probablemente tuvieran coartadas y ya estuvieran libres. O por ahí no. Por ahí las pruebas eran tan contundentes que seguían en ese calabozo putrefacto de dos por dos.

—¿Con el mío qué hiciste? —preguntó él, aterrado.

—El tuyo no lo tuve nunca. Ni sé como es, ni sé si lo traías encima, fue todo demasiado rápido. ¿Era igual al mío?
Julio asintió.

—Bueno, medio mundo tiene este teléfono ahora —dijo ella y se encogió de hombros.

—Sí, se ve mucho…

Julio no quería que en sus preguntas se notara que no se acordaba de nada, por miedo a que ella se ofendiera y se fuera sin darle respuestas. No sabía a qué se refería con “todo” ni con “rápido”. En realidad, no sabía a qué se refería con ninguna de las cosas que estaba diciendo.

—Bueno, ¿me vas a dar el teléfono, o no?

Julio agarró las llaves y se levantó. Ella lo siguió y dejaron la fiesta juntos.

—Está en mi casa —le aclaró, por las dudas.

Ella sonrió como si le estuviera proponiendo algo. Julio ni siquiera lo notó.

Apenas entraron al departamento, Julio se dio cuenta de que la mujer nunca había estado ahí. Miraba hacia todos lados, decepcionada, como si hubiera esperado encontrarse con un lugar distinto. El preparó dos whiskies y ella se paseó, serpenteando sensual entre los muebles y la ropa apilada, mientras le hacía preguntas tontas sobre el edificio.
—¿Y no te da el sol de la mañana acá, no?
—No. Pero prefiero. Me gusta dormir y con el sol no puedo.
Era claro que no se habían acostado juntos, al menos no en su casa. Quizás en el hotel o en la casa de ella, pero ahí no. Su curiosidad la delataba: era la primera vez que ponía un pie ahí adentro.
—¿Querés un whisky?
Ella se rió como si hubiera dicho algo terrible.
—Mejor no, que hoy no hay nadie para pelearse.
Julio no entendió de qué hablaba, pero se hizo el tonto. Por suerte, ella se dio cuenta y lo aclaró.
—La noche del celular te agarraste a las trompadas con unos tipos de la fiesta. Te tiraron al piso y te cortaron la cara. ¿Te acordás? Estabas muy borracho. Bah, estábamos.
Se rió y a Julio le pareció desagradable. Por un momento se vio en ella.
—No, no me acuerdo —dijo, negando con la cabeza
Estaba desesperado, quería saber todo.
—¿Y qué más pasó? —preguntó.
Ella lo miró fijo.
—¿No te acordás de nada? ¿En serio?
—En serio.
—¿Ni de la otra mina? ¿Ni de los tipos? ¿Ni de la pelea? ¿Ni del corte en la cara?
Julio se tocó la cicatriz.
—¿Y en dónde pensabas que te habías hecho semejante tajo, entonces?
—No sé. No me acuerdo de nada.

Cuando la mujer se fue, a eso de las seis de la mañana, Julio se levantó, se dio una ducha y salió de su casa. Estaba decidido a ir a la comisaría. Quería volver a ver a los detenidos una última vez. Todavía no se acordaba de mucho, pero las anécdotas, los detalles, ciertas líneas del relato habían avivado algunos recuerdos. Lentamente empezaba a ver algo de lo que había pasado esa noche. Todavía tenía baches, pero ahora también una que otra certeza. Algunas, por lo menos.
Según lo que había dicho la mujer —que ahora sabía que se llamaba Gloria— Julio había llegado a la fiesta, se había puesto a tomar y la había avanzado. Ella se había dejado avanzar, halagada y nerviosa. No estaba acostumbrada a ese tipo de encuentros. Estaba casada desde hacía muchos años y nunca había tenido una aventura, aunque siempre había querido. Sin ir más lejos había ido a la fiesta con esa intención. Estaba invitada por la anfitriona, una vieja amiga que vivía en el exterior y solía escaparse sola a Buenos Aires, sin el marido, en busca de algún cuarentón apetecible que no tuviera que volver a ver nunca más en la vida. Cuando Julio la miró, no dudó. No era feo y además tenía pinta de irresponsable, le venía perfecto.
El encuentro, aunque emulsionado por el alcohol y la conversación, no prosperó. Charlaron y se divirtieron, pero con el correr de los whiskies, lo que al principio parecía divertido se tornó oscuro y desagradable. Volcaron las bebidas en la alfombra del cuarto, se cayeron al piso de risa, incluso se besaron en el sillón de una forma poco apropiada. A ella se le rompió parte del vestido, que le quedó colgando como un trapo deshilachado sobre los muslos.
Por única vez el papelón no fue suyo, sino de los dos. Ella estaba tan borracha como él o mucho peor. Lo sabía porque la gente los merodeaba con pena y algo de preocupación fingida, como si el exceso de ambos pusiera en evidencia todos los excesos que se escondían en el baño, en la habitación, en las billeteras. Ella no lo dijo (quizás no lo había notado) pero él lo vio bien claro porque no era la primera vez que le pasaba. Había visto esos gestos miles de veces en los ojos de su mujer. La decepción del sobrio. La amargura después de la cena arruinada, del trabajo perdido, de la botella vacía chorreando en la pileta de la cocina. El silencio que queda cuando un borracho que dice no estar borracho se cae al piso cuando se levantaba para ir al baño.
En algún momento la anfitriona se acercó y le pidió a su amiga que la acompañara al baño. Ella no se dio cuenta que era por el papelón y le pidió a él que la esperara unos minutos.
—Gloria, ¿podés venir, por favor? —dijo la anfitriona, inflando los agujeros de la nariz.
—¿Yo?
—Sí, vos, acompañame que te tengo que dar algo.
—Me voy al toilette. Cuidame la cartera un minuto.
Julio asintió como pudo y puso la cartera entre su muslo y el sillón, pero le erró y se cayó al piso.
Pasó más de media hora y ella no apareció. Ahora se enteraba de que había estado discutiendo con su amiga, tratando de vomitar y arreglándose las tetas en el corpiño. Sospechaba que también se había quedado dormida en el inodoro, aunque no le constaba cuánto tiempo. Quizás solo era una sensación. El asunto era que había tardado tanto que cuando por fin volvió, él estaba hablando con otra mujer y chicaneándose con un grupo de hombres desconocidos que parecían mediar entre ambos.
—¿Cómo eran esos hombres? ¿Eran del hotel o amigos?
Ella no supo qué decir, no los había visto en ninguna otra fiesta. Julio directamente no los recordaba, los había borrado de su memoria. Lo único que ella pudo decirle es que unos minutos después se estaban cagando a trompadas como en una película de acción. Por el alcohol y su estado físico, Julio no había hecho un buen papel, lo habían reventado a trompadas entre todos. La mujer gritaba que la terminaran, pero nadie parecía hacerle caso. Y su cartera, que ya estaba en el piso, voló por el aire y él desapareció. Solo llegó a juntar algunas cosas: las llaves, algo de maquillaje, un pequeño monedero antiguo.
—¿Y después? —insistió Julio, desesperado.
—No sé, agarré mis cosas y me fui. Y desde ese momento no te volví a ver el pelo.
Gloria miró su celular, tratando de hacer memoria, pero no recordó nada más.
—Le rayaste la tapa —dijo ella, mirando su celular—. O quizás fue alguno de esos tipos.
—Ya sé que no los conocés… ¿Pero cómo eran los tipos esos? Físicamente, más o menos.
Ella los describió como pudo, sin demasiadas precisiones. No recordaba mucho, salvo la ropa y algunos gestos. Mientras la escuchaba, Julio palideció. Los datos eran pocos, pero concordaban perfectamente con la descripción que había hecho horas después en la comisaría.

—No sé, cuando te peleaste yo estaba en la habitación de al lado, cogiendo con una mina —se lamentó Pablo y estacionó enfrente de la comisaría.
—¿Pero no sabés por qué nos peleamos? ¿Les dije algo? ¿Me dijeron algo?
Pablo negó y salió del auto.
—Ni idea. Te peleás cada dos por tres. Esta fue peor porque te fajaron, pero siempre hay alguna pelea. ¿Estás seguro de que querés hacer esto? ¿No es mejor guardarte un tiempo y esperar que se olviden?
Julio negó. Quería estar seguro de que todo era un error o una casualidad. Y si no lo era, si le estaban haciendo una cama y la policía había inventado todo, si Tachuela lo había delatado y pensaba extorsionarlo, quería saberlo.
—¿Y si después de eso te secuestraron? ¿Cómo sabés qué no pasó? Quizás pasó, quizás te llevaron.
Julio se quedó duro. Esa opción nunca la había pensado.
—¿Qué hago? ¿Te espero acá o voy con vos?
—Quedate acá. Si no salgo en media hora es que me detuvieron.
Julio entró a la comisaría y el cabo que estaba en la recepción lo saludó. No sabía quién era, se dio cuenta porque le preguntó en qué podía ayudarlo. Julio le contó su caso muy por encima y le preguntó si podía volver a ver a los detenidos. El cabo se rió. Le explicó que no estaban en la comisaría, que ya habían salido bajo fianza, que nadie podía quedarse tanto tiempo detenido.
De repente, todas sus fantasías pueriles sobre los cabos torturadores y los fideos le parecieron una idiotez y asintió, avergonzado. Esta suerte de postergación lo angustiaba y lo aliviaba al mismo tiempo.

Desde esa tarde, sin embargo, su vida se transformó en un infierno. Las noches se volvieron largas y densas, una sucesión interminable de pesadillas. Ya no imaginaba desenlaces fatales cuando sonaba el teléfono, lo hacía todo el tiempo. Cuando cocinaba, cuando se dormía, cuando alguien lo llamaba en un pasillo del hotel, cuando le tocaban el hombro, cuando leía el titular de algún diario de refilón. A veces, cuando le devolvían un plato a la cocina, salía a ver al cliente para estar seguro de que en ese gesto no había una señal o una amenaza escondida. Una noche incluso llegó a revolver un risotto crudo con los dedos, convencido de que podían haberle puesto algo adentro.
—¿Algo adentro como qué? —preguntaba Pablo, mientras lo miraba perder la cordura.
—No sé. Algo de lo que tiré de mi billetera, por ejemplo.
Dos semanas más tarde, Julio empezó a tomar pastillas para dormir y dejó de ir a las fiestas del hotel por primera vez en años. Tenía miedo de que lo reconocieran, de que esos tipos se aparecieran en la habitación para vengarse por la denuncia. Lo único que no entendía era si había inventado el recuerdo del secuestro o si el secuestro había existido y él no podía recordarlo. Quizás, cuándo la policía le había preguntado cómo estaban vestidos sus secuestradores él había buceado en su memoria y eso es lo que había encontrado en la pila de arriba. O quizás la pelea había sido tan humillante que sin querer había tratado de vengarse de ellos. ¿Pero vengarse así, por una pelea miserable, cuando tenía miles de peleas parecidas en todas las fiestas? ¿Qué tenía esa noche que otras no tuvieran?
Julio sintió que empezaba a enloquecer. Lo único que hacía era repasar la historia que le había contado Gloria buscando pistas, tratando de atar un cabo con un recuerdo, un recuerdo con una teoría, una teoría con un dato concreto. A veces daba resultado y recordaba algo nuevo: el momento en el que pedía un trago, el vestido de alguna mujer atractiva, el olor de las flores blancas que adornaban el pasillo. A veces funcionaba a la inversa y en el recuento olvidaba algo que sabía: lo que le había dicho antes de ir al baño o dónde había puesto su cartera. Todos los días repasaba la historia en su cabeza:
—Entro a la fiesta, saludo a la mujer del vestido azul, a la anfitriona, sonrío, falso, pienso que es una pelotuda y que tiene demasiados dientes. Busco el whisky, Pablo está charlando con un tipo en el balcón. Apenas tomo un sorbo—murmuraba, loco— ella me mira. Le guiño el ojo. Qué estúpido, le guiño el ojo. Un mozo se acerca y me ofrece champagne. Me tienta mezclar, pero le digo que no. No quiero terminar hecho mierda.
Julio repitió ese recuento maníaco en voz baja, como si fuera un mantra, alrededor de dos semanas seguidas. Si tenía suerte, se dormía como un plomo y descansaba. Si no tenía suerte, se enroscaba en una pesadilla que se prolongaba, deforme, hasta el otro día. Hasta que una noche, a pesar de las pastillas, se despertó sobresaltado. Paf. Se incorporó en un movimiento y abrió los ojos claros, certeros. De repente había recordado a esa mujer que había aparecido en la fiesta después de Gloria. No sabía por qué se había peleado ni qué había pasado después, pero por fin la había visto. En sueños le había aparecido la cara, una cara que conocía, que odiaba y quería al mismo tiempo. Despierto, en la vigilia, ella era una sensación que quería atrapar con la memoria, como quien saca un pescadito con una red. La tenía en la punta de la lengua. La conocía. Los ojos furiosos. La ceja despectiva, lejana, severa. La sonrisa esporádica pero inmensa.
Sí. Definitivamente era ella. No sabía qué hacía ahí ni por qué habían terminado peleando, pero la conocía. La mujer de la fiesta era Laura. Su ex.