Sobremesas de Revista Orsai N12 T1

En la Orsai N12 nos dimos el gusto de entrevistar a dos grandes, al cómico Capusotto y al escritor Saborido. Además, crónicas soberbias sobre experimentos con niños, las Torres Gemelas y hasta un cuento infantil sobre economía.

Apertura india

—Mi mejor recuerdo sobre ajedrez paso en la Feria del Libro de 1988 —le digo a Chiri.

—Me alegra que empieces con esa anécdota.

—Estaba el campeón cubano, no me acuerdo el nombre, empezando unas simultáneas contra unas treinta personas. Y vos, querido Christian Gustavo, con tus dieciocho añitos, con tu cara de Paul McCartney púber, te sentaste.

—A lo macho.

—Si señor —le digo—. A lo macho. Y el campeón cubano fue haciéndole jaque mate a todos, y una hora después de despachar a veintinueve aficionados, quedó mano a mano con vos.

—Yo estaba nerviosísimo —me dice Chiri—. Había mucha gente mirando.

—¡Es que eras nuestro hombre! —le grito—. Representabas a todos los aficionados del mejor juego creado por el hombre. Defendiste ese alfil como un león herido. No me olvido nunca.

—Me ofreció tablas con bronca, el campeón cubano —me dice él, con el recuerdo clavado en esa tarde—. Me miró enojado y me ofreció tablas.

—Y vos te levantaste, como una esfinge, y le diste la mano sin sonreír. Y todos aplaudimos y gritamos como en la cancha, porque éramos muchos.

—¿De verdad, Jorgito, estuve tan bien?

—Cuando entraste a esa feria eras mi amigo —le confieso—, cuando saliste eras mi ídolo.

—De todos modos ese cubano no le llegaba ni a los talones a su compatriota José Raúl Capablanca —minimiza Chiri, ruborizado—. Lo más probable es que haya sido un impostor. Y que el verdadero campeón estuviera amordazado en el baño, secuestrado por Guillermo Patricio Kelly.

—¿Kelly? ¿El periodista? —me sorprendo—. Se me había caído del disco rígido. ¿Era anticastrista, no?

—Era de todo…. ¿Te imaginás a Kelly en la televisión argentina de estos tiempos? ¿En un móvil de Rial, por ejemplo? 

—Sería maravilloso. Lástima que esté muerto.

—Igual, comparada con la final entre Alekhine y Capablanca, la anécdota de la simultánea con el cubano en la Feria del Libro es una reverenda boludez. ¿Conocés la historia de esa final? 

—¡Claro, boludo! La final que se jugó en Buenos Aires en el año veintisiete. Te la conté yo.

—¿Perdón? —dice él— Esa historia la leí en una nota buenísima de la web de la Jot Down…

—¿Y quién te dijo que la leyeras?

—No lo recuerdo —me dice Chiri, sin dar el brazo a torcer. Y cambia de tema—. ¿Cómo puede ser que todavía no haya una película sobre esa final de ajedrez? ¿Será porque pasó en Buenos Aires y no en Nueva York? 

—Es probable —le digo—. Pero imaginate la Buenos Aires de esa época para un tipo como Capablanca. 

—Dicen que la ciudad lo perdió —me explica Chiri—. Capablanca fue a todas las fiestas a la que lo invitaron, se emborrachó como un cubano en cada esquina y se volteó a todas las señoritas que pudo. Iba a ganar. Estaba clarísimo. Era un genio y nadie lo dudaba.

—Pero un genio con resaca. Y el otro era una máquina obsesiva, un estudioso, un enfermito. Y le terminó ganando. Y nunca más le dio revancha.

—Capablanca lo subestimó. Eso fue lo que dijo Alekhine. Y es verdad. Capablanca estaba acostumbrado a disfrutar las mieles del éxito sin hacer ni un solo esfuerzo.

—El viejo Polgar debe sentir algo parecido frente al éxito de sus hijas —le digo a Chiri—. Se debe sentir subestimado, desplazado, el último orejón del tarro. Hizo tanto y se lo reconoce tan poco… ¡La vida es injusta!

—Lo decís como con bronca.

Lo miro a los ojos:

—¿Vos te acordás por qué habíamos ido todos a la Feria del Libro de 1988? Nuestros amigos del colegio, mis padres, éramos un montón…

—Ni idea —me responde— ¿Una excursión?

—Nadie se acuerda… Fuimos todos en grupo porque había ganado un concurso literario, con un cuento, y me iban a dar el diploma y la medalla, en el stand de Colihue.

—¿Fue ese año, seguro?

—Sí, querido amigo, fue ese año, una hora antes de tu gesta magnífica. Mis padres, mi hermana, nuestros compañeros del colegio, todos se acuerdan de esa tarde como «la vez que Chiri le hizo tablas al campeón cubano».

—Uy, perdón gordo, no sabía.

—No me digas gordo cuando estoy sensible.

Como dos gotas de agua

—Dice un estudio muy serio —le digo a Chiri.

—¿Es una teoría tuya, no? —me interrumpe.

—Más o menos… Pero si empiezo diciendo que es un estudio serio me prestás más atención.

—¿Qué dice el estudio?

—Que si ponen adelante tuyo a un ser humano idéntico, a un gemelo absoluto, y los encierran a los dos en una habitación, tres horas después solo pueden haber pasado dos cosas. A: que vos y tu gemelo hayan peleado hasta la muerte. B: que hayan tenido sexo consentido.

—¿Conversar no?

—Sí, claro… Las dos primeras horas son de conversación y tanteo. Pero a la tercera hora uno mata al otro o cogen por el culo.

—No estoy de acuerdo.

—Pensalo bien.

—Lo estoy pensando bien, no me cierra.

—Pensalo a solas… Date tiempo.

—Bueno, lo voy a pensar mejor —me dice—. Igual, lo que más me preocupa es lo siguiente: ¿cómo puede ser que un gemelo sienta a la distancia lo que le pasa al otro? Es un gran misterio de la naturaleza, ¿no?

—Me hace acordar a una serie francesa que vi hace poco, Les Revenants —le digo—. Es una historia buenísima pero que, para mi gusto, se desinfla un poco hacia el final.

—¿Qué tiene que ver eso con los gemelos?

—Muchísimo —le digo—. Escuchá: la serie transcurre en un pueblito francés de montaña, un lugar muy tranquilo parecido a Sant Celoni, en el que de golpe los muertos empiezan a volver a la vida, como si nada.

—¿Otra historia de zombis?

—Pero rara, porque los muertos están igual que cuando se fueron, salvo que no se acuerdan de nada. Uno de ellos es Camille, gemela de Lena. Camille muere a los quince años y Lena sigue viva. Cuando la muerta regresa su hermana gemela tiene cuatro años más que ella, y el choque entre las dos es rarísimo. ¿Te imaginás?

—¿Pero es una historia de zombis?

—¡No! Es una historia de muertos que regresan a la vida, pero no son zombis…

—¿Y entonces qué son?

—Todavía no se sabe bien, porque va a haber una segunda temporada.

—¿Y desde cuando los franceses especulan con segundas temporadas?

—Desde que ven tele yanqui, supongo —le digo—. Hablando de gemelos franceses, el otro día leí un caso rarísimo de dos hermanos idénticos: Elwin y Yohan. Están presos acusados de seis violaciones. La policía francesa piensa que el responsable es uno de los dos, pero como se gestaron en la misma placenta las pruebas de ADN no sirven, porque no revelan diferencias genéticas. Y nadie sabe qué hacer.

—¡Qué cosa más rara! ¿Y ellos se acusan mutuamente de las violaciones?

—Ellos dice que son inocentes. Pero sin embargo una de las víctimas los identificó.

—Entonces están al horno…

—Pero la víctima no puede decir cuál de los dos fue el atacante, ¡porque son como dos gotas de agua! Y la ley dice que no se puede meter preso a un inocente. Y al no saber quién es el culpable, los dos son inocentes.

—¿Por qué los franceses no agarraron esta historia buenísima en vez de haber hecho esa mierda de los zombies?

—¡No es de zombies! —me indigno—. No me vuelvas loco. Y la serie está buena.

—¿Lo gemelos Elwin y Yohan estarán encerrados en la misma celda?

—¿Por?

—Porque me quedé pensando en tu teoría del principio —me dice—. Realmente puede ser insoportable estar encerrado tres horas con otro idéntico a vos sin querer matarlo.

—O…

—O sin querer… ¿cogerlo?

Chiri se queda en silencio, sorprendido.

—¿Viste? Es una teoría muy buena.

—¿Cómo la descubriste? —me pregunta.

—Un día me quedé mirándome al espejo muy serio. Había fumado, ojo. Me quedé quieto, y al rato el reflejo era una persona real, que actuaba y pensaba como yo. Lo sentí muy vívido.

—¿Y entonces qué pasó? —me pregunta Chiri— ¿Rompiste el espejo, aniquilaste al intruso?

—No. El espejo quedó todo baboseado. Fue un amor muy intenso… Ahí nació la teoría.

—¿Se te ocurrió de repente?

—Se le ocurrió a él mientras yo lo abrazaba.

Las ideas no son de nadie

—Me gustó mucho «Papelitos», tu cuento infantil bursátil —me dice Chiri.

—Digamos que es mío a medias —le explico—. Por eso le pedí a María que pusiera, en la portada, «sobre una idea de Alfredo Molares», un señor al que no conozco.

—¿El cuento es de él?

—Molares tiene un blog económico, y en 2010 publicó una entrada a la que llamó «Credit Default Swap y otras mierdas financieras explicadas para lerdos», una idea muy divertida, pero sin estructura literaria. Yo le pedí una de esas entradas para hacer mi versión libre de un cuento infantil.

—¿Le pagaste al hombre? Me imagino que sí.

—No. Alfredo fue muy generoso y me lo prestó sin pedirme nada a cambio.

—Entonces lo cagaste —me dice Chiri—. Lo plagiaste y además lo cagaste. Nos estás haciendo quedar para el orto en el extranjero.

—Lo mío no es nada, Christian Gustavo. Mucho peor nos hace quedar Calero.

—Eso es verdad. ¡Pero cuánta razón tiene!

—Está buena la mirada que puede tener un extranjero sobre nosotros. A mí siempre me gustó mucho esa crónica de Naipaul que nombra Calero. Qué raros que somos, ¿no? 

—Rarísimos. 

—Se nota, por ejemplo, en todos los colores que ahora tiene el dólar —le digo—. ¿Decime si eso no es un símbolo hacia el futuro? Algo que seguramente va a quedar cuando se hable de esta época de la Argentina: el dólar oficial, el blue, el gris, el green, el celeste, el moreno…

—Pero moreno no es un color, querido Jorge. A ese dólar le dicen así por Guillermo Moreno, el secretario de Comercio del interior.

—¿Te conté que un día Moreno me llamó por teléfono? —le digo—. Me dijo: “Che, Orsai, ¿qué problema tenés vos?”. Fue cuando nos retuvieron las revistas en el puerto.

—¿Tuviste miedo?

—Muchísimo miedo. Dicen que está loco.

—¿Y qué le contestaste?

—“No, señor, ya está todo solucionado”. 

—Qué genuflexo que sos —me dice Chiri—. ¿Y él qué te respondió?

—Nada. Me cortó. Se fue sin saludar.

—¿Ves qué somos raros? —me dice Chiri—. El otro día, leyendo el diario, caí en la cuenta de otra rareza nuestra: ¿vos sabías que dos de los héroes más grandes de la historia argentina en realidad vivieron poco tiempo en el país?

—¿Sí? ¿Quiénes?

—San Martín y Messi—le digo—. San Martín vivió solamente un cuarto de su vida en Argentina. Dieciséis años, para ser más exacto. O en realidad menos: once sobre sesenta y dos, si le descontás la campaña libertadora de Chile y Perú. Y Lionel Messi, el mejor jugador de la historia del fútbol, bueno, ya sabés…

—No es que no me interese lo que me estás contando, pero ahora que nombraste la palabra “jugador” me acordé de una duda muy fuerte que tengo: ¿al final ganó o perdió en el casino este muchacho Pereyra?

—¡Ganó! ¿No leíste cómo termina la crónica?

—Sí, con esa lluvia de monedas y él en el bondi, sonriente, relajado —me dice Chiri—. Pero con ese final a lo mejor este muchacho esté queriendo decir otra cosa. No sé, una metáfora…

—¡No le digas más “este muchacho”! ¿Quién sos? ¿Bioy Casares? ¡Y además Pereyra está queriendo decir lo que está queriendo decir! Su crónica es honesta hasta en las metáforas.

—A propósito de honestidad —me dice—. ¿Le vas a mandar una revista al pobre hombre al que le robaste el cuento, no?

—¡No le robé nada! —me indigno.

—En el número pasado le robaste una historia a Pedro Mairal, la del gol de Maradona a los ingleses. Ahora le robás una idea a otro buen señor. Miráme a los ojos, Jorge…

—Te miro. Qué pasa.

—Se te terminó la imaginación, ¿verdad, querido amigo? Tenía razón tu mamá: muchas drogas blandas en la adolescencia… No me escondas la mirada, a mí me podés decir la verdad.

—Sí —le confieso—. Estoy seco, Christian Gustavo. Mi pozo se quedó sin agua fresca.

—Me lo imaginaba.

—Ya no me sale ser escritor —lloriqueo.

—¿Y qué vas a ser ahora?

—Intermediario de las historias de otros —le digo—. Es más relajado y se gana más plata.

¿Quién hace estas entrevistas?

—Las entrevista que le hace Garcés a sus entrevistados son mucho más entretenidas que las que me hacés vos a mí al final de cada crónica.

—¿Perdón? —me dice Chiri—. ¿Vos pensás que estas conversaciones grabadas entre vos y yo… son una entrevista?

—Claro. Es un larguísimo interviú que vos me hacés a mí. Muy simpático, es verdad, pero no le ponés la profundidad que le pone Garcés —le digo—. No sé si vas a mantener este empleo…

—Voy a dejar pasar el malentendido —dice Chiri, cambiando de tema—. ¿Te gustó la charla con Capusotto y Saborido?

—No pienso contestar —le digo—. Tus preguntas son superfluas y obsecuentes.

—Te voy a responder como Violencia Rivas, la precursora del punk en el mundo: «Buen fin de semana, andá a la concha de tu hermana».

—¡Esperá Christian Gustavo, no cortes! —suplico—. Si no terminamos esta sobremesa no vamos a poder cerrar la revista. Y eso sería muy grave. Vos sabés que yo t’estimo molt…

—¿Por qué me hablás en catalán, salame? ¿Quién te creés que soy? ¿Tu esposa?

—Es que si lo digo en español me suena medio puto, en catalán en cambio es otra cosa.

—Me sale responderte con otro tema de Violencia Rivas: «Metete tu cariño en el culo».

—¡Ah, qué temón! —le digo—. Me encanta Violencia Rivas. Pero si tuviera que elegir a uno de los personajes de Capusotto y Saborido, lejos, me quedo con Bombita Rodríguez.

—El Palito Ortega montonero. Un crac.

—Yo le enseñé a la Nina la letra completa de «La sonrisa de mamá es como la de Perón», y todas las noches, cuando nos sentamos a comer en familia, se la cantamos a Cristina.

—A modo de homenaje.

—Por supuesto, pero Cristina no lo entiende de la misma manera que nosotros —le digo—. Igual creo que en el fondo le gusta… Porque a veces baila con la melodía mientras nos sirve la escalivada. 

—¿Saborido y Capusotto fueron los primeros en hacer chistes con los símbolos y la liturgia peronista, no? ¿Cómo puede ser que todavía nadie, en Argentina, los haya querido linchar?

—Porque pertenecen a un sector interno del partido que se llama «Peronismo con Humor y Revisión». Lo dijeron una vez en chiste, pero yo creo que es cierto: eso los define bastante.

—¿Te acordás que de chicos ya seguíamos a Saborido? —me recuerda Chiri.

—Claro, lo escuchábamos en la radio cuando estaba con su amigo Omar Quiroga, y después siempre estuvimos muy atentos a los guiones del programa de Tato Bores, que en una época escribieron juntos. ¿Qué es de la vida de Quiroga?

—Lo último que hizo, me parece, es una miniserie que se llama Memorias de una muchacha peronista, para la televisión pública.

—¿Está buena?

—No la vi, pero sé que transcurre entre 1944 y 1956 —me dice Chiri—. Y la historia se cuenta al ritmo de un año por episodio. Es, a escala, nuestro Mad Men. Y además el personaje principal es una mujer que entra a trabajar como dactilógrafa en la redacción de una radio y se termina convirtiendo en periodista.

—Como Peggy Olson —le digo—, que de secretaria se transforma en creativa. 

—¡Cómo la vamos a extrañar a Peggy este año en Mad Men!

—Ah, ¿no sabías? Dijo Matthew Weiner que Peggy sí estará en la nueva temporada, que empieza ahora: el siete de abril. «No puedo decir cuánto, ni de qué manera, ni cuál va a ser su historia, pero va a estar», aseguró el pelado.

—¡Qué buena noticia que me das, gordito!

—Sí, todo muy lindo —le digo—, pero dejame volver a un asunto que no me cierra. ¿Entonces estas sobremesas no son una entrevista que vos me estás haciendo a mí desde la primera Orsai?

—¡No! —me grita—. ¿Quién es el que desgraba estas charlas? ¿Quién es el que pone «dice Chiri» y dice «Jorge» al final de cada diálogo?

—Yo.

—Claro… ¿Y vos alguna vez viste a un entrevistado hacer todo el trabajo?

—Entonces… —digo, compungido.

—Sí, querido amigo. Lamento que lo descubras después de tres años.

—¿Yo te estoy entrevistando a vos?

—Así parece.

—¡Ah, qué vida perra!

El papel de los lectores

—Se me ocurrió una idea increíble.

—No importa. Guardála para otro día.

—¿Por qué? —pregunta Chiri.

—No digas nada interesante en esta sobremesa —le digo—, porque ya estamos en zona de papel ilustración.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Cualquier cosa que digas, la pelotudez más enorme, el lector creerá que es brillante.

—Me deja mucho más tranquilo.

—Me encantó el desplegable. ¿Te puedo felicitar en público, o te da vergüenza? Me parece una idea buenísima hacer un juego de mesa del cuento de Hawthorne. ¿Se te ocurrió a vos solo?

—¡No! Faltaría más. La idea de hacer un juego de mesa se le ocurrió a Hernán Cañellas, yo solo le puse el sentido, el porqué del juego, digamos.

—Mirá que sos melonero —le digo—. Me llamó mucho la atención el dato de que el tatarabuelo de Hawthorne haya sido uno de los tipos que quemó a las brujas de Salem.

—¿Viste? Y no sabés lo que eso le costó al pobre Nathaniel —me cuenta Chiri—. Lo trastornó un poco. Oí esto que escribió: «No sé si mis antepasados se arrepintieron y suplicaron la divina misericordia; yo ahora lo hago por ellos y pido que cualquier maldición que haya caído sobre su raza nos sea desde el día de hoy perdonada».

—Bueno, se convirtió en una clásico, escribió La letra escarlata, Wakelfield —le digo—. De alguna manera se salvó.

—Y además, según Borges, con Wakelfield prefiguró a Kafka, que no es poco.

—Y supongo que a muchos otros también.

—A Paul Auster, seguro. Y ahora me acuerdo de esa historia famosa que cuenta Hammet en El halcón maltés, la de Flitcraft: un tipo normal que un día sale de su casa y no vuelve nunca más. 

—Claro, pero a diferencia de Wakelfield a Flitcraft le pasa algo muy concreto.

—Exacto: casi se le cae una viga de concreto en la cabeza cuando caminaba lo más choto por la calle. Eso hace que sienta a la muerte muy cerca, que de golpe se dé cuenta de lo frágil que es todo y que se borre del mapa sin avisar.

—Pero Flitcraft no se encierra solo en una habitación a espiar cómo envejece su esposa. Hace vida nueva, forma otra familia. 

—Se convierte en el mismo boludo que era.

—De eso no tengas dudas —le digo. 

—A mí me parece buenísimo el ensayo que escribe Borges sobre Hawthorne en Otras Inquisiciones. Hace un resumen de Wakelfield espectacular. No sé si no está más bueno que el cuento del autor, mirá lo que te digo. 

—Pero no daba publicar el resumen de Borges en lugar del cuento de Hawthorne.

—Claro que no —me dice Chiri—. Aunque sí podríamos haber publicado un resumen del cuento chino. O por lo menos una síntesis como advertencia antes de leer. Es bastante asqueroso.

—A mí en cambio me pareció un gran hallazgo de Karina Salguero. Y hasta en un momento me dio hambre y fui a la heladera. Tipo cuatro de la mañana. Me hice un revuelto gramajo para chuparse los dedos y seguí leyendo mientras comía del pote. No era placenta, pero zafaba. ¿Por qué los chinos siempre inventan las cosas más revolucionarias, como por ejemplo comer fetos?

—¿Podríamos hablar de otra cosa?

—Inventaron la pólvora, los minimercados, la placenta, el papel, a Ludovica Squirru…

—A propósito del papel, ¿de verdad vamos a hacer una encuesta con los lectores para saber qué papel tendrá la revista desde el número trece? —me pregunta Chiri.

—Sí señor. Cuando el suscritor lea esta sobremesa, ya estará abierto el referéndum y podrá votar entre «papel mate», como el que tenemos hasta la página 130, o «papel ilustración», como el que tenemos desde la página 139 en adelante.

—¿Y a dónde se vota, en los colegios?

—No. En editorialorsai.com/referendum.

—¿Vos qué querés que gane?

—Mate —le digo—. ¿Y vos?

—Mate, obviamente —me dice.

—¿Alguno de nosotros, en la redacción, prefiere el otro papel?

—Que yo sepa, no —le digo.

Nos quedamos callados, con la mirada baja. Después de un rato Chiri dice:

—¿Y entonces por qué carajo los dejamos decidir a ellos?

—No tengo la más puta idea.

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