Sobremesas de Revista Orsai N13 T1

La Orsai N13 se armó tan heterogénea como disparatada: desde el multifacético Mario Pergolini a la escritora Anaïs Nin, pasando por un cuento del argentino Eduardo Sacheri y bajo el ojo del ilustrador Gustavo Sala.

Aquellos lunes

—Lo que más me gusta de no trabajar en una redacción —le digo a Chiri—, o en una oficina, es que los lunes no me cruzo con gente que hace chistes sobre fútbol. ¡Ay, cómo odio a esa gente!

—¿Te acordás cómo me burlaba de vos los lunes en la escuela, cada vez que jugaban Racing y River los domingos y nosotros les rompíamos el orto como siempre? —recuerda.

—Es que los años ochenta fueron muy pródigos para River, y muy terribles para Racing.

—Yo esos lunes llegaba bien temprano —me confiesa Chiri—, con el delantal planchado, y me sentaba en el pupitre a esperar que pasaras vos, el gordo triste, a través de la puerta.

—Yo me hacía el enfermo para no ir al colegio, pero Chichita sabía que el motivo era otro y no me dejaba faltar.

—¿Cómo lo sabía tu mamá?

—Porque mi papá también se hacía el enfermo para no ir a trabajar. Esos lunes eran terribles.

—Como los lunes del pobre Cosentino —dice Chiri—, el empleado del cuento de Sacheri…

—Me pareció buenísimo el personaje del ministro. Debe haber pocas cosas peores a que te gaste un tipo que no sabe nada de fútbo y que además sea tu jefe. 

—Mientras leía el cuento me acordaba del famoso siete a cero de Estudiantes a Gimnasia. ¿Sabés lo que debe haber sido la ciudad de La Plata al día siguiente de ese clásico? ¿Los oficinistas que habrán faltado al trabajo? ¿Los chicos que se habrán fabricado enfermedades para no ir a la escuela?

—Un desastre, querido amigo. Pero por suerte el fútbol siempre te da sorpresas. Los hinchas de San Lorenzo, por ejemplo, ahora tienen un papa cuervo, y están felices porque piensan que van a vender camisetas en todo el mundo.

—Pero la camiseta de San Lorenzo tiene los mismos colores que la del Barça, y esa sí es la camiseta más vendida del mundo. Nadie va a notar la diferencia. Cosa de Mandinga.

—Oíme una cosa: ¿el papa cuervo no será justamente el famoso papa negro que esperaba Nostradamus? ¿El del Armagedón? Para mí que con este se pudre todo. 

—Habrá que ver —me dice—. Yo, si fuera papa, lo primero que haría sería cambiar la vestimenta de los curas, por decreto. ¿Cómo puede ser que se sigan vistiendo así? 

—Pero no es un problema solo de los curas, acordate de la frase de Sacheri: «el extraño capricho que lleva a los ricos a disfrazar a los pobres de personas semejantes a ellos.»

—Es cierto —reflexiona—. ¿Nunca viste a un papa en short de baño, no? Hay un manual para guionistas que se llama «¡Salva al gato!». El autor cuenta que en una película sobre entuertos del Vaticano los guionistas tenían que resolver una cosa muy intrincada, de muchas palabras, y para que el público no perdiera el interés situaron la escena en la piscina del Vaticano. Y toda la perorata se la dicen al papa mientras está nadando en short de baño. Está bueno el recurso.

—Christian Gustavo, tengo un reproche muy grande para hacerte —lo interrumpo.

—Decime.

—El lunes diecinueve de diciembre de 1983 terminó nuestra escuela primaria. Había un acto en la escuela. Había vuelto la democracia a Argentina una semana antes. ¿Te acordás?

—Perfectamente.

—Aquel tendría que haber sido un día hermoso para todos nosotros —le digo—. Pero un día antes, el domingo dieciocho, Racing se fue a la B.

—Cuatro a tres en Córdoba. Y para peor, una semana después sale campeón Independiente.

—Exacto. Y ese lunes te burlaste de mí toda la mañana. Me sentí muy mal. Me fui al baño a llorar solo, y allí había un chico más grande, fumando porro. Yo no conocía el porro. Y ese chico me convidó. Para mí, ese día se terminó la primaria, la dictadura, el Metropolitano, el Nacional y las  conexiones sanas de mis neuronas.

—¿Todo por mi culpa?

—Por tus burlas, querido amigo.

—Pudiste vengarte de mí el horrible veintiséis de junio de 2011 —me dice, componedor—, cuando River se fue a la B. Yo también estaba triste ese día, y vivíamos los dos en Sant Celoni. ¿Por qué no aprovechaste para burlarte?

—Porque soy un caballero.

—Mentira. ¿Por qué no te burlaste de mí cuando River se fue a la B?

—Porque estaba drogado y me olvidé.

—Lo imaginaba.

Los colombianos y el horno

—Esto no puede quedar así. Tengo que decir algo a favor de los colombianos que se llevan cosas de las casas ajenas —le digo a Chiri.

—¿Vas a hacer un descargo?

—Sí, porque no está bien que a los lectores les quede la idea de que los colombianos roban casas todo el tiempo.

—No creo que les quede esa sensación, pero igual te escucho, gordito salomónico.

—En el pueblo donde vivo hay cinco colombianos que hacen mudanzas. Yo me mudé un par de veces, y siempre los llamé a ellos. Se llevan cosas de casas ajenas, pero las ponen en otra casa. No son tan malos.

—¿Eso era lo que ibas a decir?

—Sí.

—Cambiemos de tema entonces: tengo una pregunta muy importante para hacerte: ¿por qué los periodistas que hacen notas para Orsai en piringundines nunca cogen? Como los policías de las películas que van a los cabarutes para hacerle preguntas a un sospechoso y nunca le miran las tetas a las minas que bailan en el caño.

—Es cierto —le digo—. Salvo Xtian, que coge sin que se lo pidamos, y Symns, que coge siempre pero dos por tres se le rompe el pito, la mayoría nunca hace nada. No me lo explico.

—¿Y el abogado que entrevista Nahuel Gallotta? ¡Qué personaje hermoso! ¿Te acordás de Saul Goodman, el abogado de Breaking Bad?

—¡Claro! Pero no se llama Goodman —le digo—. Su verdadero apellido es irlandés, McGill. Se lo cambió por Goodman para que sus clientes se sientan cómodos teniendo un abogado judío.

—Uno de los grandes secundarios de los últimos años. ¿Viste que Vince Gilligan está pensando en un spin off solo para él? Ojalá salga, porque sería maravilloso. ¿Qué género te imaginás?

—Comedia negra, de cajón. No puede ser otra cosa con ese muchacho.

— Es curioso que los apartamenteros colombianos busquen países no solo donde hay dinero para robar, sino donde las cárceles sean mejores, más confortables.

—Para mí lo raro es que las cárceles colombianas sean peores que las argentinas. No me quiero imaginar esos lugares.

—En Argentina a los apartamenteros también los llaman «cerrachorros», algunos incluso en un momento llegaron a poner cerrajerías y ahí copiaban llaves y desvalijaban casas. ¿No le habrás dado llaves de tu casa a los colombianos de la mudanza, no?

—Nunca jamás, Christian Gustavo. De todas formas yo me sigo acordando con mucho cariño de los cinco colombianos de mis mudanzas. A veces me dan ganas de mudarme de nuevo para llamarlos. Son muy simpáticos y siempre se van saludando con la mano abierta.

—En realidad te están haciendo lo que ellos llaman «la manita» —me dice Chiri—. Es una seña que indica que el cinco de septiembre de 1993 nos ganaron cinco a cero en cancha de River. Se están burlando de vos en código.

—¿Cómo sabés?

—Porque los conozco, boludo. Yo también viví en Sant Celoni. ¿Te acordás que los tuvimos que llamar cuando llegó el horno de Comequechu?

—¡Claro, es verdad!, vos los conocés a mis amigos colombianos…

—¡No son tus amigos! 

—Me acuerdo que llegó el horno desde Mar del Plata y había que subirlo al soporte. Estábamos Comequechu, vos, yo, Xavi y Ana, María, Cristina, nuestros hijos… Porque era un acontecimiento. Hasta había llegado una grúa al pueblo.

—Y no podíamos subirlo —se acuerda Chiri—. Hicimos estrategias, construimos poleas, filosofamos sobre el peso de la materia y la gravedad, intentábamos levantar el horno, nos dislocamos, nos curamos, lo intentamos de nuevo… Hasta que tu mujer dijo: «Y por qué no llamáis a los colombianos que nos hacen las mudanzas?», y los llamamos… Qué vergüenza pasamos…

—Me acuerdo muy bien —le digo—. Los colombianos llegaron, y el líder dijo, «a ver, ustedes, los argentinos, contra la pared». Y entre él y un amigo, ¡entre dos personas solas!, se subieron el horno a la espalda y lo colocaron en la plataforma. ¿Cuánto habrán tardado?

—Un minuto y medio… ¿Y cuánto nos cobraron?

—Doscientos treinta euros —le digo.

—¿Seguís manteniendo que los colombianos nunca te robaron?

—No, es verdad. Tenés razón.

El tuerto y los ciegos

—¿Me puedo poner maricón?

—Claro.

—A mí me da una emoción muy grande tenerlo al viejo Symns escribiendo con nosotros. Se me mezcla la veta editor con la veta escritor, y sobre todo con la veta lector, y se me pone la piel de gallina. Publicarlo, editarlo, leerlo. No sé cuál de las tres maravillas me emociona más.

—¿Y la dupla que hace con Bernatene ilustrando? —me dice Chiri—. Tendríamos que hacer un libro más adelante, con estas crónicas.

—Un día dijimos lo mismo en una sobremesa, sobre los sonetos de Pedro ilustrados por Jorgito González, y mirá ahora la página de la derecha.

—¡Qué libro hermoso El gran surubí! —se excita Chiri—. Tapa dura además, y con dibujos nuevos. Hacía mucho que no veía un libro tan bien hecho, tan cuidadito…

—Un libro hecho con amor, diría Silvio Soldán.

—¿No vendría a ser publicidad esto que estamos diciendo, y la página de acá al lado, y las dos páginas que siguen a la de al lado?

—¡No señor! —me irrito—. El gran surubí se publicó en la revista, es un riñón de Orsai. Es una parte de esta revista, un pedacito que dejamos para que crezca en otro lugar… No es publicidad.

—¿Qué es, entonces?

—Es trasplante de riñón.

—A propósito, ¿no había contado ya Symns su emergencia médica con su poronga?

—Sí, yo se lo pregunté por mail, y me respondió que no era una repetición. Me dijo que dos veces fue a un hospital con la pija lastimada. 

—¡Pobre hombre!

—Sí. La primera vez, la que contó en la crónica «Una siniestra hospitalidad», y que publicamos en el número diez de la revista, lo operaron de verdad. Y esta vez, que vendría a ser la segunda, se escapó corriendo del susto.

—¿Y se curó solo?

—Como Rambo, me imagino. 

—El otro día, hablando con Rodolfo Palacios, que es muy amigo de Symns, me dijo: «El de Enrique es un caso extraño. Se siente olvidado, pero hay pibes que lo leen. Incluso uno sacó a la venta una remera con su cara. Es pobre, no guardó sus viejos escritos, pero vas a Mercado Libre y la Cerdos & Peces se vende a trescientos pesos, las Pan Caliente, a cuatrocientos y El Cazador, que apenas tuvo dos ediciones, a doscientos pesos cada una. Y La banda de los chacales, un libro con dibujos que publicó en una editorial marginal, lo compré a trescientos cincuenta. Y él se caga de risa de todo eso».

—A mí me conmueve la sinceridad de Symns para narrar —le digo a Chiri—. Cuando los periodistas chilenos le preguntaron por la anécdota con el líder de Los Prisioneros, él dijo: «Yo cuento una anécdota que es real y que no me pareció de ningún modo ofensiva». En otras palabras: le chupa todo un huevo. 

—Por eso te gusta, porque es como vos, que contás en internet cosas de todos nosotros sin pedirnos permiso. Así quedaste para el orto con todo el mundo. Y ahora estamos quedando para el orto con Latinoamérica, me parece —se preocupa Chiri—. Primero una crónica sobre colombianos que roban, y ahora viene Symns y dice que nunca podría ser chileno. ¿Qué va a pensar César Isella de nosotros dos?

—La culpa la tiene el papa.

—¿Otra vez Francisco? ¿Por qué?

—En los últimos veinte años —le explico a Chiri—, los argentinos habíamos empezado a perder esa sensación pedante de sentirnos europeos, de mirar a Latinoamérica de costado… Lo conseguimos gracias a un gran esfuerzo de los políticos, que se robaron todo y nos dejaron sin clase media.

—¿Vos decís que los políticos de los noventa hicieron todas esas barbaridades para que volviéramos a ser Latinoamérica?

—¡Claro! No creo que haya sido por codicia. Incluso después vinieron otros políticos distintos y armaron Unasur, ya casi éramos latinoamericanos otra vez, estábamos a diez metros de la meta, casi llegábamos… Y entonces, ¡zas!

—¿Qué pasó?

—En el Vaticano eligen al papa de Roma y sale sorteado un porteño. ¡Y otra vez todos somos europeos! Para nuestros países limítrofes ya no somos hermanos como antes.

—¿Qué somos ahora?

—Los hijos de la vieja y el tuerto.

—Es verdad.

Memoria visual

—En el invierno de 1989 desayunábamos con Pergolini. En un bar de Perú y Venezuela.

—No, mi estimado gordo desorientado. Era en Perú y avenida Belgrano. Porque Pergolini trabajaba en la radio Rock&Pop, que estaba sobre Belgrano. Hacé foco con el recuerdo, intentá que sea visual. Si no tengo que corregirte todo.

—Ok, lo intento —le digo—. Nosotros estudiábamos en el Círculo de la Prensa, que estaba sobre Perú, y caminábamos dos cuadras hasta el bar… Tenés razón, enfocando la imagen es mejor. Pergolini desayunaba solo, contra una ventana.

—Mirálo bien. ¿Qué más ves?

—Tenía el pelo muy, muy largo.

—¡Bien! ¿Ves que así funciona mejor?

—Nunca nos animamos a decirle nada, ¿no?

—Nunca jamás —me dice—. Lo veíamos desayunar, desayunábamos nosotros, pero jamás le hablamos. Todavía no había hecho La TV Ataca.

—¿Sabés que justo ayer me puse a ver videos en YouTube de ese programa? Tenía muy presente algunas cosas, Fisu (el pájaro medio bardero), Patricio Monseñor y La Larva, pero no me acordaba de Paki Galé y de Leo Fernández, ni de Céspedes y Barreiro…

—¡Paki Galé! ¿Qué será de su vida?

—Lo googleé, porque me hice la misma pregunta —le digo—. Cuando se fue de La TV Ataca hizo un programa que se llamó Batido.

—Me acuerdo de Batido, un nombre horrible. Además no es una bebida argentina. Tendría que haberle puesto algo más autóctono: «Licuado», por ejemplo.

—Después se fue a Panamá. Se dedicó a la medicina, que era lo que había estudiado. Formó parte de Médicos en Catástrofes en Albania, hizo un documental en Kosovo, produjo Survivor para varios países… Una vida intensa. Hizo todo eso mientras nosotros estábamos mirando tele, cada uno en su casa, rascándonos el higo.

—¿Te acordás cuál era la última pregunta que Pergolini hacía a sus invitados en los reportajes de La TV Ataca?

—«¿Cómo fue tu primera vez?»

—Esa era de Guinzburg. La de Pergolini era parecida: «¿Gritás al hacer el amor?». Vos respondías y Mario te regalaba un Paddle Watch.

—¡Qué increíble! 

—¿Acordarse de esas cosas significa que uno ya está grande? ¿Como cuando tu abuelo te hablaba del Glostora Tango Club con Valentín Viloria, Rafael Díaz Gallardo y Lucia Marcó?

—Puede ser —le digo—. ¿Viste que dicen que cuando sos grandes no recordás lo que hiciste ayer, pero en cambio empiezan a parecer recuerdos de hace veinte años? ¿No nos estará pasando eso, querido amigo?

—Lo más probable, porque me acaba de venir a la memoria una imagen muy lejana —me dice Chiri—. Una vez escribimos unos guiones para radio, y a la mañana siguiente nos levantamos y fuimos decididos a dárselos a Pergolini. Fue en la época en que desayunábamos en el mismo bar. Enfocá bien, te vas a acordar. 

—¿A ver? —le digo emocionado—. Creo que empiezo a recordarlo… Nos sentamos en las mesas de siempre, para verlo llegar desde la vereda de la avenida. ¿Estábamos nerviosos o teníamos frío? Porque nos veo medio temblando.

—Era invierno. No estábamos nerviosos. Pero te está saliendo —me alienta Chiri.

—Incluso estábamos eufóricos, porque nos parecía que esos guiones que habíamos hecho eran súper radiales, y que le iban a encantar.

—Lástima la timidez…

—Cuando llegó nos hicimos los boludos —me acuerdo cada vez más nítido—. Vos tenías una campera marrón, yo un saco. Andá vos. No, empezá vos y después voy yo. Si vamos los dos queda feo. ¿Por qué tengo que ir yo si la idea fue tuya? Etcétera… 

—Lo que hacíamos siempre. Así estuvimos hasta que Pergolini se levantó y se fue. ¿Te lo acordás bien? —me pregunta.

—Con tu sistema de recordar con imágenes es mucho mejor. Me lo acuerdo perfecto.

—Bueno, escuchá —me dice—. No fue con Pergolini que nos pasó eso, fue con Lalo Mir. No era invierno. Y era en otra radio.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Y por qué vi todo eso?

—Sugestión —me dice—. Puedo hacer lo que quiera con vos. Esta es la batalla del movimiento… a mover los pies sin parar un momento…

—¡No, por favor! Estoy cansado…

Lo femenino y lo sedentario

—En este número —me dice Chiri— hay cuatro cuentos de ficción escritos por mujeres. Para que después no digan que somos machistas, como la lectora de la carta de la página cinco.

—Igual la cagamos haciendo una infografía sobre los pitos en la Historia del arte. 

—¿Pero eso no vendría a ser feminista? —dice Chiri—. Si hubiéramos hecho una reseña sobre las conchas peludas en el arte, entonces sí seríamos machistas. Pero hacer una de pitos, en cambio, creo que es feminista.

—¿Qué significa feminista?

—No tengo la más puta idea.

—¿Vos sos feminista? —le pregunto.

—No. ¿Y vos?

—Yo soy femenino.

—Un gordo de barba no puede ser femenino.

—Pero tengo tetas.

—La portación de tetas en el hombre no lo convierte en femenino, sino en sedentario. Vos lo que sos es sedentario —me explica—. El cuento de Anaïs Nin, ¿ves?, es un cuento muy femenino.

—¿Aunque el personaje central de la historia sea el pito de un hombre?

—¡Sobre todo por eso! El hecho de que el modelo vivo no pueda ser mirado por una mujer sin que se excite, eso, es pensamiento femenino. A un tipo no se le ocurre ese cuento.

—Me gusta el principio del cuento de Pia Juul. Oí: «Uno de sus pezones sale por encima del borde del edredón. Su boca está un poco abierta, hay algo de saliva en la comisura de sus labios».

—La que habla es la cornuda, que acaba de llegar a su casa y encuentra al marido con otra durmiendo en la cama. Y para peor la otra es más joven. Es un gran principio de cuento.

—El de Helle Helle tiene dos cosas que me gustan mucho. Una es el nombre.

—¡Sí! —me dice—. «¿Más café?». Excelente. 

—Y la segunda es una onda Carver, minimalista pero intensa.

—Los tres cuentos hablan de lo mismo: la fractura de las relaciones. Pero también tienen en común que cuando se produce la fractura hay un entorno que favorece el quiebre. En Bulsbjerg deben perderse literalmente en el bosque para que salga la verdad. En ¿Más café? la mujer debe seguir a un desconocido, sin rumbo por la ciudad, para enterarse de la verdad. En Un mar rojo la mujer ya está perdida (viviendo en un vagón que encontró por casualidad) cuando se encuentra con la verdad: el tipo con otra mujer en la cama. Parecería que la verdad llega luego de errar caminos, de perderse. 

—¿De dónde sacaste eso? —le pregunto sorprendido—. ¿Te diste cuenta vos solito?

—No, te estoy leyendo un mail que me mandó Florencia el otro día, cuando corrigió los cuentos para esta edición.

—¿Y pensabas hacerme creer que esa reflexión era tuya y quitarle mérito a la correctora?

—Bueno, podría haber pasado como un descubrimiento mío si no se te ocurría preguntarme nada. También me contó que según la encuesta de Valores Mundiales y la World Database of Happiness, la población danesa es la más feliz y satisfecha del mundo.

—¿Y no te dijo nada del tamaño del pito de los daneses?

—No, pero yo encontré un libro muy interesante, está completo en Google Books. Se llama «Historia íntima del pene. La nueva sexualidad masculina», escrito por un tal doctor Arrondo. Es un gran libro científico con espíritu juguetón. El primer capítulo se llama Me voy a presentar: soy el pene. Y habla el pene en primera persona.

—No entiendo.

—Lo tenés que buscar y leer, es maravilloso. 

—No creo que lo haga —le digo.

—También descubrí que, según investigaciones de la universidad de Stanford, nuestros antepasados tenían el pito con espinas. La naturaleza terminó seleccionando a los pitos que hacían doler menos, y así fue como las espinas desaparecieron para siempre de nosotros, por suerte.

—Más allá de tus interesantes investigaciones, querido Christian Gustavo, lo único cierto es que en estos tres años han aparecido más pitos que conchas en la revista. Gustavo Sala dibuja pitos, Ermengol cada vez que puede dibuja pitos, Urmeneta se saca fotos en pito y ahora nosotros hacemos un desplegable de pitos…

—La síntesis es horrible —me dice.

—Gracias a Dios tenemos a Altuna. ¿Viste la pelirroja que dibujó para el capítulo tres? Mortal.

—Horacio nos equilibra la testosterona…

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