Sobremesas de Revista Orsai N14 T1

En la Orsai N14 publicamos textos sobre el asado, la comida argentina por excelencia, una entrevista sobre un homicidio cuádruple que nos heló la sangre y, para no perder la costumbre, un texto que se sigue ensañando con la educación tradicional.

Asado: participio del verbo hacer

—Estoy a favor del asado nacional —me dice Chiri— ¿Pero sabés lo que no soporto? La pelotudez de que nadie se puede meter en la parrilla cuando otro está haciendo el asado. Me parece una competencia idiota entre machos alfas. —Es verdad —le digo—. En Argentina vos nacés sabiendo que si movés una costilla de lugar cuando el asado lo está haciendo otro, el parrillero tiene el derecho de agarrar el cuchillo y cortarte un dedo.

—Igual te felicito —me dice Chiri—, por fin levantaste el culo de la silla y fuiste a alguna parte… ¿Cuánto hace que no salías de tu casa?

—Cuatro años, seis meses y doce días.

—¿Y qué tal, te gustó?

—No mucho. Es todo luminoso y raro. Nadie está pendiente de lo que te pasa. Cuando decís «Nina, poné la mesa», o «Cristina, pasame el cuchillo tramontina», los extraños no hacen caso.

—Oíme, ¿vos comiste asado en África al final? —Claro. ¿Por qué?

—Porque no contás esa parte…

—La crónica inicial estaba planteada de otra manera —le digo—, era el relato de un gordo que va a contemplar sabores, a desmenuzarlos, ¿te acordás? Pero después pasó todo eso en la prensa y me pareció mejor contar la metáfora social. La pasaron realmente mal esos chicos con todo lo que se dijo de ellos.

—Todo bien con los pibes, eh, todo muy lindo —me dice Chiri—, ningún problema con ellos, pero para competir con los gringos gordos de cogote colorado yo hubiera llevado gente gorda de cogote morocho, bien autóctona.

—¿A quién hubieras llevado? —le pregunto. —No sé. A los gordos de la CGT, ponele.

—A los gordos de la CGT les dicen así porque son los que tienen la mayor cantidad de afiliados… «Gordos» por «grandes».

—¡Pero son gordos de verdad! —dice Chiri—. Y se la bancan con cualquiera. Vos sabés que cuando se trata de defender la camiseta yo me pongo muy bilardista. No se nos pudo haber escapado esa medalla. Fue un desastre.

—¡No entendiste nada! —le digo—. Estás diciendo las mismas pelotudeces que decían los diarios. ¿Vos leíste lo que escribí?

—Sí, demasiado sensible para mi gusto. Muy reivindicativo. Cómo se nota que los años de vivir afuera te arruinaron la conciencia nacional.

—Ok, no vas a conseguir que me enoje —le digo—. Además es muy gracioso que creamos que el asado es un invento nuestro, cuando toda la vida la Humanidad cocinó carne a las brasas.

—Pero no todos los países del mundo adoran el ritual como nosotros —me dice Chiri—. Pensá que en Argentina hay una película que se llama «El asadito» y su único argumento es que se juntan unos amigos en una terraza a comer un asado. No hay más conflicto que ese. El cine francés no tiene esos detalles.

—Es verdad.

—O pensá, sin ir más lejos, en la foto más famosa de Marcos López, «Asado en Mendiolaza», que estuvo expuesta en medio mundo y es una parodia de la Última Cena en formato asado.

—Cierto. Pero me parece exagerado creer que el copyright de la carne con fuego sea nuestro.

—Ustedes los gringos pueden decir lo que quieran, pero en ningún lugar del mundo la carne sabe como en la pampa. Preguntale a los indios.

—¿A qué indios?

—A los indios que se comieron asado a Juan Díaz de Solís. Preguntáles, a ver qué piensan…

—Esos indios no solo se comieron a Díaz de Solís, también se comieron a los soldados españoles que bajaron del barco con él —le digo—. Eso lo cuenta Saer en El Entenado.

—Qué linda novelita —me dice—. ¿A ese libro lo perdí yo o lo perdiste vos?

—Creo que yo —le digo—. Saer cuenta muy bien esa comilona. Los indios quedan pipones, medio aturdidos, igual que nosotros después de comer una parrillada contemporánea.

—Yo creo que ese fue el primer asado multitudinario que registra la historia argentina.

—Mmmm —le digo—. Gallegos crocantes con chimichurri… Habría que probar.

—Costilla de madrileño a la mostaza… —Matambrito de catalanes…

—Decile a tu hija que ponga la mesa, y a tu mujer que te pase un cuchillo. ¡Convertite en indio de las pampas, Jorge! ¡Cométe a tu familia española a la parrilla!

—¿De verdad? —le digo— ¿Puedo? 

—¡Gozá, putita!

Secreto de sumario

—Qué cosa más rara la cuestión de los apodos —me dice Chiri—. Después del cuádruple asesinato de La Plata, Martínez dejó de ser «Alito» para empezar a llamarse «el Karateca», porque a los medios no les servía tener a un «Alito» como sospechoso.

—Es que Alito suena a algo suave, inofensivo y hermoso. «Alito, dejá de volar entre las petunias y vení a tomar la leche».

—Claro. En cambio «el Karateca» es mucho más contundente para nombrar al sospechoso de un crimen. Y todavía más, de un femicidio.

—¿No se dice femi-ni-cidio cuando se matan a las mujeres?

—Antes se decía así, pero ahora parece que hay tantos casos que lo acortaron para que la prensa lo escriba más rápido. Como a los Dagobertos, que les dicen Dago.

—Lo que no puedo creer es que en Argentina haya un abogado que se llame Burlando —le digo, azorado—. «El doctor Burlando la ley» ¿Es una joda?

—Es la pura verdad. ¿Nunca lo viste? Entrá a su página personal, burlando.net, y vas a ver qué maravilla. La web está en inglés y en español.

—¡No te lo puedo creer! Acá lo estoy viendo. ¿Pero quién es este muchacho? ¿Por qué se peina como un cantante melódico de los ochenta? ¿Qué carajo está vendiendo, champú?

—¿Y el fiscal Garganta? —pregunta Chiri—. Los apodos y apellidos de este policial son muy extraños, querido amigo gordo.

—Bueno, por lo menos en esta historia Garganta es fiscal —le digo—. En Mercedes hay un doctor que se llama Garganta y que es otorrinolaringólogo.

—Eso es mentira.

—Es verdad. Poné en Google, encomillado, «Dr. Juan Garganta» y lo encontrás. Atiende martes y jueves en la calle 22 entre 33 y 35.

—¿Eso es cerca de tu casa, no?

—A cinco cuadras.

—Yo lo que no puedo entender es que, si te llamás Garganta, quieras ser otorrino. ¿No hay algo raro en eso?

—Nada raro —le digo—. Eso no es vocación, es marketing. Estas personas saben aprovechar las oportunidades que les regala la vida. Potencian un estigma. Hay miles de ejemplos: el famoso chef vasco Aitor Tilla, el temido jefe de la barra brava de Boca Juniors, José Barrita…

—Elsa Pallero, la cantinera del club Comunicaciones de Mercedes…

—Totalmente, salvo que Elsa tendría que haber puesto una verdulería y no una cantina, pero igual le fue muy bien —le digo—. ¡Qué hermosa mujer! ¿sigue activa?

—Claro —me dice Chiri—. Pero ahora le da de beber a los hijos adolescentes de nuestros amigos cuarentones. Me contaron que no perdió las mañas: sigue corriendo a escobazos a los borrachos que se ponen cargosos y se defiende a chorros de sifón desde atrás de la barra, como toda la vida. una leyenda.

—Volviendo al tema de los nombres —le digo a Chiri—, hay un libro que se llama «Marcados por el destino» que recopila nombres raros. Es muy divertido. Ahí conocí a las licenciadas Caldo y Pappa, que trabajan en trastornos alimentarios. Y a Norberto Garrote, un experto en violencia familiar. siempre la quise llevar a la Nina ahí, pero Cristina se niega.

—A propósito de garrotes: ¿te fijaste que en el caso del dentista Barreda y en este hay un cuádruple crimen de mujeres, y que los dos ocurrieron en la misma ciudad?

—Es cierto, ¿qué raro no?

—Y los dos casos pasaron a la historia con apodos imperecederos: Conchita y el Karateka.

—¿Por qué será que en los policiales quedan resonando palabras clave que después sirven para identificarlos, como si fueran apodos de los propios hechos? —le digo—. El Karateka, Conchita, el Jarrón, la Valija, el Kilo Cien, el Pituto…

—Pará ahí: ¿vos sabés si alguien encontró el «pituto», en el caso Belsunce?

—¡Qué buena pregunta, Christian Gustavo! No tengo la menor idea. Pero sería bueno saberlo. ¿se te ocurre alguien que pueda escribir sobre ese crimen?

—Por supuesto, querido amigo. Y creo que cuando te lo diga te vas a sorprender mucho.

—¿Ya tenés algo pensado para el policial de la orsai número quince?

—No te puedo dar más información —me dice—, está todo bajo secreto de sumario.

Las vanguardias

—Me estoy quedando ciego —le digo a Chiri. —La última vez me dijiste que te costaba ver de lejos, pero eso es normal a tu edad.

—Ahora empeoré. Al principio pensé que eran lagañas, porque me lavo poco la cara. Pero el otro día me lavé porque tenía el aniversario de casados de mis suegros y no veía nada igual. No son lagañas, es la ceguera que viene galopando.

—¿Fuiste al oculista?

—No, me da fiaca salir.

—A ver, ¿cuántos dedos tengo?

—En la pantalla del Skype veo todo nítido. El problema es cuando me siento a ver un partido de fútbol en la tele. No veo cómo van, ni cuántos minutos faltan. El otro día en el aeropuerto de Marruecos, veía las letras muy raras. No veo nada, me está pasando lo mismo que a la mamá de Forn. ¿Vos me vendrías a leer el suplemento Espectáculos de Clarín cuando me quede ciego?

—¿Solamente eso?

—Es todo lo que leo últimamente.

—Yo estoy releyendo a Forn —me dice Chiri—. Después que nos mandó la «Ceremonia del adiós» fui corriendo a buscar Nadar de Noche, porque me quedé con ganas de leer más cosas de él. Y por suerte estaba en la biblioteca de casa. Medio hecho mierda pero estaba, en la edición de Biblioteca del Sur.

—Claro, en la famosa colección de tapa blanca —le digo—. En la que publicaban todos los «planeta boys».

—Forn era uno de ellos, de hecho creo que esa colección la dirigía él.

—Fresán también estaba ahí —le digo.

—Sí, eran los modernitos de la época. Nosotros estábamos en la secundaria, veníamos de leer a los escritores del boom y de golpe aparecieron estos con otra tradición en la cabeza: Easton Ellis, David Leavitt, el primer Paul Auster.

—¡Los posmodernos, boludo! Los escritores de la Generación X —le digo—. Yo me acuerdo del día exacto que descubrimos a Forn.

—¿Sí?

—Fue en el año ochenta y siete, en un suplemento «Verano» de Página 12. Con un cuento que se llamaba «Para Gaby, si quiere».

—¡Claro! Bueno, ese cuento está incluido en Nadar de noche, fue uno de los que leí ayer a la tarde —me dice Chiri—. Me causó gracia acordarme de que, el personaje del cuento, al porro le dice «fumo». Muy de los ochenta.

—¿Dónde vive Forn ahora?

—Se fue a vivir a la playa, a Gesell.

—Cierto.

—A finales de los noventa le agarró un coma pancreático que casi lo fulminó, y entonces se desconectó de todo —me dice Chiri—. Colgó «Radar», el suplemento de Página 12 que dirigía (y que también había creado) y se fue a vivir a la playa con su familia. Lo más choto, como un campeón.

—Algo pasa con Gesell y los escritores, ¿no? ¿Saccomano no vive ahí, también?

—Me parece que sí. Y creo que hay un par de escritores más, o de gente del arte. Deben vivir más tranquilos, a otro ritmo, con la cabeza despejada. Los entiendo claramente… Aquella vanguardia fue muy vertiginosa.

—¿Te fijaste que en la época de los «planeta boys» eran casi todos varones? —le digo—. La posmodernidad de los ochenta y los noventa dio pocas narradoras. Ahora escriben muchas más chicas que antes. ¿O me parece a mí?

—Yo creo que hay más, sin duda.

—Y escriben mejor que los varones actuales. —¿Cómo, mejor?

—Más sueltas —le digo—. Fijate la crónica que viene ahora, la de Margarita García Robayo. Es imposible soltar ese relato.

—Sí, está muy bien escrito —me dice Chiri—. Pero también es verdad que uno, que es chismoso, está esperando todo el tiempo que hable de Martín Caparrós, su última pareja.

—Ah, no sabía… ¿Y habla de él?

—Claro, yo creo que es T. El personaje del final. No te puedo creer que vos no leíste la crónica buscando ese momento.

—No, ni sabía que Caparrós estaba ahí.

—Pero si justamente eso es lo mejor de la vanguardia actual —me dice Chiri—: se meten en la cama de la vanguardia anterior y después lo cuentan en Orsai.

—Me encanta, voy a leerla de nuevo, ¿dónde pusimos ese relato en la grilla?

—Justo después del chiste de Boligán. Da vuelta la página.

Políciticamente incorrecto

—¿Te acordás de la anécdota que siempre contaba tu viejo y nos hacía cagar de risa a todo el mundo menos a vos? —¿Cuál?

—La del cheque —me dice Chiri.

—No.

—La del cajero del Banco Provincia que te confundió con un chico mogólico.

—¡Es verdad! Me acuerdo. Pero si tu idea es humillarme no lo vas a lograr, querido amigo, porque conté esa anécdota entera en un post de Orsai que se llamó «El gran secreto de mi vida».

—No era la idea humillarte, para nada —me dice Chiri—. Y ya sabía que la contaste en el blog, y la publicaste en un libro también. Incluso algunos lectores pensaron que no era cierta.

—Es muy cierta —le digo—. Un cajero del banco me dio plata de más, como quinientos pesos, y no me la reclamó porque pensó que yo era un nene mogólico de CAIDIM.

—El Centro de Apoyo Integral del Insuficiente Mental de Mercedes.

—Exacto. ¿Y sabés por qué algunos lectores pensaron que la anécdota era falsa?

—¿Por?

—Porque cuesta creer que uno mismo se ponga en el lugar del mogólico. Pero si lo pensás bien, en la escuela el Chino Silvestre tenía cara de chino, por eso le decíamos Chino. El Ruso Kosicki tenía cara de soviético y un apellido con muchas «k», por eso le decíamos Ruso. El Colorado Ulmer era colorado… Y yo tenía cara de mongui, todavía la tengo. Soy gordo y con los ojos juntos… El cajero del banco tenía razón.

—Además en esa época además estaba de moda Life Goes On, que en Argentina se llama Corky, la fuerza del cariño.

—Claro, con la canción insoportable de Whitney Houston que Telefé usaba como cortina. Para mí ahora es imposible no asociar ese tema con la cara del pibe que hacía de Corky.

—¿Conocés a alguien en la vida real que haya visto esta serie?

—La verdad que no. Lo que me acuerdo es que mucha gente decía que el mensaje no era bueno, que estereotipaba a los pibes con síndrome de Down y esas cosas.

—Puede ser. Una vez, mientras relataba un partido de Boca, Marcelo Araujo le dijo «Corky» al colorado Mac Allister, y el Colorado se calentó como un chico.

—Mi viejo decía, muy en serio, que yo no era mogólico de casualidad, que había tomado líquido amniótico en el útero de Chichita pero no lo suficiente. Que mi cerebro había zafado pero mi cara y mi manera de patear penales no.

—Esos chistes ahora sería incorrectos.

—Yo creo que incluso entonces eran un poco incorrectos, pero en casa entraban y salían mogólicos todo el día. Roberto era el tesorero de CAIDIM y mi mamá estaba en la Cooperadora. Me parece que no se puede hacer chistes sobre algo cuando ese algo te da impresión, o miedo, o te escandaliza. Pero cuando los monguis entran y salen de tu casa todo el día, no pasa nada. Ni siquiera hay que caretear palabras como “insuficiente mental” o esas cosas.

—Esa misma sensación causa la crónica de Nacho Carretero, ¿no?

—Claro —le digo—. Es buenísima por eso.

—Qué lindo homenaje que le hace a su tía Chus, y sobre todo a la lucha de sus abuelos.

—Y lo mejor de todo es que lo haya escrito así, sin eufemismos ni boludeces. Y nosotros poder reírnos con las reacciones de Chus sin problemas, sin que nadie ponga el grito en el cielo ni nos tilde de insensibles.

—Genial el abuelo de Nacho, cuando le dice a la secretaria del tipo que lo maltrató «¡Tienes un jefe loco!». Y después la grandeza de esta reflexión: «Sinceramente creo que era una buena persona, pero víctima de una sociedad equivocada».

—Me emocionó muchísimo ese relato —le digo—. Los padres de esa chica luchando a brazo partido en una época de ignorancia absoluta…

—Me imagino —me dice Chiri—, a vos te debe pegar más fuerte ese tipo de gesta, siendo que tomaste líquido amniótico en la panza de tu mama cuando naciste.

—No sos gracioso.

—En un porcentaje alto, los padres de Chus estaban peleando también por tus derechos.

—A mí papá le quedaban bien esos chistes, a vos no te quedan bien.

—And I… will always love you, oohh… —Basta. Cantás horrible

Black and white

—¿Por qué estamos charlando en la página derecha? —me dice Chiri—. Es más incómodo. No se me acostumbra el ojo para nada.

—Porque acabamos de entrar en un pliego blanco y negro, y no tiene sentido que el dibujo de Manel vaya a un color y nosotros vayamos a cuatro colores.

—¿Y María ya lo sabe?

—Lo debe estar descubriendo ahora —le digo—. Y no me gusta eso de «¿Y María sabe?». Ella es la diseñadora, el director soy yo.

—Pero yo soy el esposo, y generalmente hace lo que quiero. Y yo estoy incómodo a la derecha. —Sería de malos anfitriones no darle los cuatro colores a Manel… Además, nuestras sobremesas siempre son en blanco y negro.

—Como Louie.

—Louis C.K. es colorado.

—La serie Louie.

—Es a color —le digo.

—Es a color cuando la ves, pero cuando te acordás de un capítulo es en blanco y negro. —¿En serio? —me sorprendo.

—Hacé la prueba, pensá en una escena. —¿A ver? —hago fuerza y pienso en la escena de Halloween, cuando un ladrón asalta a Louie y a sus hijas—. ¡Es verdad! Blanco y negro total.

—Yo creo, aunque no estoy seguro, de que en la segunda temporada, o en la tercera, hay algún episodio emitido realmente en blanco y negro, y nadie se dio cuenta.

—¿Sabías que antes de dedicarse a la comedia Louis C.K. era mecánico en Boston?

—No sabía, pero tampoco me extraña —me dice—, me lo imagino muy bien arreglando autos. Es más, ahora que me decís esto me acuerdo que en Lucky Louie (su serie anterior en HBO) su personaje trabajaba justamente de mecánico.

—Yo creo que lo que hizo Louis C.K. en Lucky Louie fue contar cómo habría sido su vida de no haber triunfado en la comedia. Y en parte lo mismo sigue haciendo en Louie: es una especie de ucronía con entorno doméstico.

—Puede ser —dice Chiri—. Y ahora que lo pienso, no hay mucha diferencia entre el personaje Louie y Stan Larsen, ¿no?

—¿El escritor sueco?

—No, boludo. El que yo te digo es el gordo de The Killing, el papá de la chica asesinada.

—Es verdad, son muy parecidos.

—¡Son iguales! —me dice—. Y además no hay ninguna diferencia entre ser mecánico en Boston o trabajar en una empresa de mudanzas en Seattle, como el gordo Stan… ¿The Killing no será también una ucronía de la vida de Louie?

—Creo que es un gran descubrimiento el que acabás de hacer —le digo—. Patentálo.

—¿Cuánto creés que le debe Louis C.K. a George Carlin? —me pregunta Chiri.

—Me parece que los chistes del colorado habrían sido distintos sin la influencia. ¿Viste alguna vez el monólogo de Carlin sobre el medioambiente? —le pregunto.

—«Saving the planet». Es muy bueno.

—¿Y el que hizo sobre el aborto?

—No, ese no lo vi.

—Empieza así: «¿Por qué la gente que está en contra del aborto es gente que de todos modos nunca te querrías coger?». ¿No es genial? A Carlin le chupaba todo un huevo. No tenía el menor reparo en meterse con cualquier tema.

—Igual que Louis, que se caga de risa de los putos, de los antiputos, de los católicos, de los judíos, los mogólicos, los enanos…

—A propósito. Lo que no entiendo es cómo nadie se dio cuenta de que Pamela Adlon, la actriz petisa que trabajaba en Lucky Louie, y que también produce Louie, es una de las minas más lindas del mundo. ¿Vos también estás enamorado de ella?

—La verdad que no —dice Chiri.

—¿Sabés de cuál te hablo? La que hace de esposa del pelado calentón en Californication.

—Sé perfectamente de quién me hablás, pero no estoy enamorado de ella en absoluto.

—Mentira. decís que no estás, pero estás —le digo—. La voz que tiene es terriblemente perversa. No podés no estar enamorado.

—Yo no me enamoro de las voces —me niega—. Y además solamente estoy enamorado de mi señora esposa.

—¿Estás diciendo esto porque ella diseña la página de las sobremesas y querés que ponga esto a la izquierda, no?

—Odio que me conozcas desde la infancia.

Plagia que algo queda

—Es una vergüenza… ¿Te parece que lo hagamos también en la revista? —me pregunta Chiri—. Si la cagada te la mandaste en el blog.

—No es un tema de «me parece» —le digo—. Me están obligando por vía legal, por eso se llama «Solicitada»… Me lo están solicitando. Además no fue solo en el blog. Acordate que en el primer año de la revista también publicamos a «Lucas & Alex» en formato historieta. En papel.

—Jorge querido, puedo creer tranquilamente que hayas plagiado la obra de otra persona, porque sos un mercenario. Pero no me cierra que nunca me lo hayas contado a mí.

—Estuve a punto de contártelo muchas veces, pero me daba mucha vergüenza.

—¡Y ni siquiera fue un pacto, como en el cuento de Rafa! Ni siquiera hiciste plata como Elvis. Podrías haber muerto gordo y lleno de anfetaminas, pero no… El tuyo fue un robo triste.

—¿Me vas a ayudar con la solicitada o no? —No quiero quedar pegado en esto.

—Me estoy haciendo cargo solo —le digo—,

solamente te pido ayuda en la redacción. No sé qué decir, con qué cara mirar a los lectores.

—Lo hubieras pensado antes de publicar un guion de otra persona haciéndola pasar por algo tuyo. Y no de cualquier persona, además, sino de un héroe de la televisión.

—Yo era muy chico cuando tuve en la mano esos guiones por primera vez, ni siquiera sabía quién era Abel Santa Cruz.

—Pero cuando empezaste a publicar «Lucas & Alex» en tu blog ya eras grande…

—No me castigues más —le digo—. Ayudáme. Mi escarnio será público y con eso tendré bastante.

—¿Te hacen pagar, además?

—Sí —le digo—. El sobrino nieto de Santa Cruz quiere sesenta mil australes. En efectivo. dice que no le interesa la moneda actual, que prefiere la plata de antes. No sé de dónde voy a sacar toda esa guita en australes.

—¿Sabías que te cagaste la carrera de escritor, no? Teníamos una revista honesta, Jorge. No nos levantamos más…

—¿Te dicto?

—dale.

—«A raíz de un bochornoso suceso que me involucra, y que vio la luz a principios de año…» —No puedo creer que estemos pasando por esto. Mi vieja a veces nos lee. Tenemos hijos… —Shh —le digo—. Calláte y escribí.

SOLICITADA URGENTE

A raíz de un bochornoso suceso que me involucra, y que vio la luz a principios de año, el Juzgado en lo contencioso No3 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires indica que: «La obra dramática conocida como “Lucas & Alex”, que el escritor Hernán Casciari publicó como propia en varios soportes digitales y/o físicos, pertenece en realidad al Sr. Abel Santa Cruz, autor de otras obras similares con personajes infantiles como “Jacinta Pichimahuida” o “Señorita maestra”. Santa Cruz escribió las primeras versiones de este drama infantil a finales de los setenta y, al ser rechazado el proyecto televisivo por Goar Mestre (entonces director general del antiguo Canal 13) olvidó la única copia en un taxi que conducía el por entonces muy joven Tío Macho, de quien Casciari es sobrino. Esos guiones fueron leídos por Casciari en su juventud y los mantuvo en su poder hasta que, en 2004, los empezó a publicar como propios en su blog, cambiando algunos parlamentos para despistar. Tras la denuncia efectuada por un sobrino nieto de Abel Santa Cruz, y tras ser verificado el plagio, se conmina al Sr. Hernán Casciari a pagar las costas del juicio y a publicar en sus medios de comunicación, tanto digitales como físicos, la disculpa oportuna a los descendientes de Abel Santa Cruz y los facsímiles originales de dicha obra, en tantas partes como crea oportuna». Con la vergüenza y las disculpas del caso, comienzo a purgar mi condena en las siguientes páginas de Orsai N14. Perdón a todos.

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