Sobremesas de Revista Orsai N15 T1

Llegó la anteúltima revista de la primera temporada y parece que las sobremesas son cada vez más eclécticas. En la Orsai N15 entrevistamos al científico Stephen Hawking y, entre otros materiales asombrosos, publicamos una crónica sobre el caso María Marta.

Mark Twain está muerto

—Qué bárbaro, cómo soltaste la noticia en el editorial —me dice Chiri—. Así de repente, como los dentistas de antes, que te arrancaban la muela sin avisar.

—Al contrario —le digo—. Lo que hice fue avisar con dos o tres meses de anticipación, y no en el último momento. Para que el lector lo vaya masticando… Yo tengo un trauma con las cosas que se acaban de repente y nadie te avisa antes.

—Vos tenés varios traumas —me dice Chiri—. Pero a este que me decís no lo conocía. ¿Qué te pasó?

—Cuando empecé a leer las Aventuras de Tom Sawyer tenía nueve o diez años, y casi me muero de la alegría. Era el primer libro gordo que leí, y me encantó el ritmo. 

—¿Fue de esos libros que te regaló tu tía Ingrid?

—Claro. Lo leí con voracidad. Y después vi que en la misma bolsa estaba el segundo libro de la saga, Huckelberry Finn, y yo dije «buenísimo, hay muchos libros con estos personajes».

—Error.

—¡Error gravísimo! Pero a los diez años uno se piensa que todo es fácil. Así que cuando terminé Huckelberry fui al librero y le dije «déme otro de estos libros». Y e librero me dio Tom Sawyer detective. Y me fui a mi casa y me lo comí con manteca. A la semana otra vez fui a la librería y le dije al librero «déme otro». Y me dio Tom Sawyer en el extranjero. Y otra vez me fui a mi casa super tranquilo.

—Ni te imaginabas que era el último.

—¡Ni idea! Ni siquiera sabía que Mark Twain estaba muerto…

—Qué bajón. ¿Y lo leíste rápido?

—En dos patadas —le digo a Chiri—. El lunes temprano, antes de que abriera, yo ya estaba otra vez en la librería.

—¿De dónde sacabas la plata?

—No sé.

—¿Ibas solo a la librería, o te acompañaba alguien?

—¡Qué sé yo! No me desconcentres que te estoy contando un trauma muy grave.

—Es que ya me lo contaste mil veces —me dice Chiri.

—¿Ya te lo conté?

—Ochenta millones de veces. Fuiste y le dijiste al librero «déme otro» y el librero te dijo que no había más. Y te pusiste a llorar como si se te hubiera muerto Totín. Y te quedó un trauma.

—¿Y si lo sabías por qué me dejás que te lo cuente de nuevo? —le digo.

—Porque ponés cara de drama, y te queda gracioso. Además de grande te pasó de nuevo lo mismo, con dos revistas. Y ahí me pasó a mí también, ¿te acordás con cuáles?

—Con el último número de El Péndulo —le digo—, en 1987, que Marcial Souto la dejó de editar sin previo aviso. Y con el último número de la Puro Cuento, en 1992, que Mempo Giardinelli avisó que la revista no se hacía más en el último editorial.

—¡Qué bajón! Yo me acuerdo de eso también.

—¿Ves? Por eso quise contar con tiempo que dejábamos de hacer Orsai. Para que al lector asiduo no le resulte tan abrupto.

—Yo la verdad no sé si es mejor decirlo antes —me dice Chiri—, pero respeto tu decisión porque sos el director.

—¿Lo hubieras dicho en el número final?

—Creo que sí. Es como cuando te tienen que operar. Es mejor que te operen ya, y no que te digan «en dos meses tenés que entrar al quirófano». Son meses de mucha angustia.

—Bueno, pero tampoco es para tanto. No me vas a comparar una operación con dejar de hacer una revistita.

—Lo que quieras —me dice—. ¿Pero no la vas a extrañar un poco cuando terminemos, el número que viene?

—Sí, claro.

—Cuando pongas el último punto en el último párrafo del último editorial de la dieciséis —me dice, con tono melodramático—, ¿no vas a sentir un cosquilleo?

—¿Vos me querés hacer llorar?

—Obvio. Como estás medio sensible desde que volviste de Costa Rica, me gustaría que llores un poco acá en el Skype, así me río.

—No te voy a dar el gusto.

—Llorá, no te cuesta nada. Los gordos que lloran son muy graciosos… 

—No pienso llorar para que te diviertas.

—Escuchá: tu papá se murió, Mark Twain también, tenés los ojos juntos, no hacemos más Orsai, Racing va último… Tenés mucha pena… mucha tristeza…

—Salí —le digo, tapándome la cara con las dos manos—. Dejáme solo. No me mires.

—Tenés la lágrima fácil, me encanta.

Decisiones policiales

—¿Vos pensás —le pregunto a Chiri— que las mujeres asesinadas  son más interesantes que los hombres asesinados? 

—¿Para los medios?

—No —le digo—, para vos.

—No… Yo no hago distingos, me encanta tanto el femicidio como el homicidio.

—¡Mentira! Este año pediste cinco crónicas policiales y ya van seis mujeres muertas. La gemela de Pico Truncado, las cuatro asesinadas de La Plata y esta chica María Marta del country —le enumero.

—Es verdad, sos un gordito matemático muy detallista… Pero no las pedí yo solo a esas crónicas. Las pedimos entre los dos. Vos sos el director de esta afamada publicación internacional.

—En todo caso yo te dije siempre que sí, que no es lo mismo. A mí me chupa un huevo si el muerto es un hombre, un perro o una vieja. Vos sos el jefe de redacción, y a los policiales los propusiste siempre vos, con esa amiguita nueva que tenés. 

—¿Estás celoso de Josefina?

—En absoluto. Podés hacer lo que quieras, es tu vida.

—A ver, pará. Pará. ¿Me estás confesando, justo al final de la revista, que estás celoso de Josefina Licitra y que no te importan los policiales?

—¡Sí! ¡Me encantan los policiales que elegiste con tu amiga nueva! Lo que te digo es que no me importa quién se muere, ni por qué. Me importa que la persona que los investiga escriba bien.

—¿Y qué te pareció la elección de Florencia Etcheves?

—Me sorprendió un montón, escribe buenísimo esa chica —le digo—. Fue una gran elección, te felicito mucho.

—La eligió Josefina.

—Bueno, tan tan bien no escribe —matizo—, pero para ser una chica que trabaja en la televisión, estuvo muy bien. 

—Qué hombre imbécil que sos, diría tu señor padre.

—Y al final, ¿encontraron el pituto famoso?

—La policía lo buscó durante dos días en el pozo ciego de la casa del country con un detector de metales. Vaciaron el pozo y después pasaron el barro y los excrementos a distintos baldes. Después volcaron todo sobre sábanas y comenzaron a buscar manualmente y con el detector de metales. Hasta que el plomo apareció.

—¿Y por qué me contás eso? 

—Porque lo leí el otro día y me quedé muy impresionado.

—¿Y el marido, Carrascosa? ¿Dónde estaba cuando mataron a su mujer?

—Esa es la pregunta del millón —me dice Chiri—. Según él, entre las seis y las siete de la tarde estuvo en la casa de su cuñado viendo fútbol. Pero siempre quedaron dudas sobre esa coartada.

—Una de las mejores coartadas de un esposo que asesina a su mujer la inventó Abelardo Castillo, ¿te acordás de ese cuento?

—¡Claro! «La cuestión de la dama en la Max Lange». Qué buen cuento, hijo de puta, qué ganas me dieron de leerlo otra vez. 

—En medio de un torneo de ajedrez —digo, con voz de trailer de Cinemax—, cuando sabe que su contrincante va a pensar su jugada mucho tiempo, el ajedrecista finge ir al baño, llega a su casa y mata a la esposa.

—Después vuelve haciéndose el boludo y sigue jugando —concluye Chiri—. Coartada perfecta. Nadie lo descubre.

—Si hubiera estado Enrique Sdrech en ese torneo, otro gallo habría cantado…

—¿Ves? Una cosa que me alegra es haberle hecho un homenaje al Turco Sdrech antes del fin de la revista. La crónica fue casi una excusa para hablar de él. 

—Hay una historia famosa de Sdrech cuando murió Yabrán —le digo—. ¿La conocés?

—No.

—Habían encontrado el cuerpo de Yabrán justo ese día. Todos los canales estaban diciendo que había sido suicidio. El Turco, en vivo por la tele, le hacía una entrevista a un comisario que acababa de ver el cadáver. «Comisario, ¿Yabrán estaba descalzo…?», le preguntó. «No», dijo el comisario, «¿por qué?». «Porque es imposible que pueda haberse suicidado poniéndosela en la boca la escopeta que usted dice que usó para suicidarse… Porque con el brazo no llega al gatillo». Qué maestro, Sdrech.

—Si estuviera vivo —me dice Chiri—, lo habríamos invitado a escribir para la revista, ¿no?

—No sé —le digo—, a mí a las reuniones sobre los policiales nunca me llamaste. Preguntále a la Josefina esa, que la invitás tanto a tu casa los domingos.

Las cosas difíciles

—Si juegan al ajedrez el mono mas inteligente del mundo, contra la computadora 286 que teníamos en el departamento de Congreso, ¿quién gana?

—Tablas —me dice Chiri.

—Es increíble lo poco que entiendo de cosas difíciles —le confieso—, y a la vez cuánto alivio me da saber que hay gente que está en eso.

—¿Que está en qué?

—En ver si si se puede viajar al futuro, si los monos y las computadoras aprenden a jugar al ajedrez, si hay universos paralelos, todas esas boludeces que salen en la sección «ciencia» de los diarios.

—Te alivia que existan científicos, eso querés decir. Me preocupa tu falta de claridad últimamente.

—Claro, me deja tranquilo que existan. Hay gente que está buscando la partícula de Dios mientras nosotros estamos procrastinando. ¿No te parece un alivio?

—Me contó José Edelstein que a la partícula de Dios también le dicen «la partícula de la botella de champagne», porque en 1993 el ministro de ciencia británico ofreció una botella de champagne como premio a quien fuera capaz de explicarle el bosón de Higgs. 

—¿Quién es Higgs, qué es un bosón?

—No tengo idea —me dice Chiri.

—¿Y quién ganó la apuesta, era plata?

—No, gordo descerebrado, había una botella de champagne de premio. Prestá atención. La apuesta la ganó un físico que se llama David J. Miller.

—Cómo apuestan los científicos. A Stephen Hawking, según cuenta José en la crónica, también le gusta apostar. En eso soy un poco científico, ¿no?

—Es verdad —me dice—. Cuando vas al casino pensás muchas martingalas y se te pone cara de científico, muy diferente a la que tenés ahora, que es más bien de pelotudo.

—A vos en cambio no te gusta mucho el casino, ni apostar, ni nada. Siempre fuiste muy católico en eso.

—La cosa más rara por la que aposté en mi vida —me dice Chiri—, fue el nombre de la película en la que Gabriela Toscano mostraba las tetas.

—¿Y qué apostaste?

—Un pollo.

—¿Ganaste?

—Perdí. Yo creía que fue en Sur pero fue en El exilio de Gardel. Todavía no me explico esa laguna.

—¿Ya te fijaste en la Wikipedia que carajo es el bolsón de Higgs?

—No, me da fiaca. De todos modos ya lo encontraron y no le cambió la vida a nadie. Y no se llama bolsón. Se llama bosón.

—Bosón es una palabra confusa. Parece un género musical colombiano. «¡Mueve tus partículas al ritmo de este bosón!». —Chiri no se ríe, se me queda mirando a través del Skype—. ¿Sabés qué me da miedo?

—Qué.

—Que un día Stephen Hawking, o los del CERN, todos estos inteligentes, descubran que hay un universo paralelo, como en Fringe, y que en el otro universo yo sea flaco porque tuve fuerza de voluntad.

—No creo que tengamos tecnología para descubrir un universo paralelo y poder verlo. 

—Mejor. No quiero el que el otro yo sea mejor que yo.

—Hasta ahora, si te lo ponés a pensar, lo más importante que han hecho los señores que trabajan en el CERN es haber creado internet. En el CERN funcionaron los primeros servidores web. Empezaron en marzo de 1989, pero recién en 1993 el laboratorio abrió el proyecto a la gente de a pie.

—Yo creía que internet la inventaron los yanquis a fines de los sesenta, cuando se creó el primer enlace entre las universidades de UCLA y Stanford.

—Eso se llamó ARPANET. Los que dieron el paso real para la revolución de internet fueron los científicos del CERN. Ellos crearon el primer sistema de documentos de hipertexto enlazados y accesibles. Parece que estaban cansados porque tenían que caminar mucho cada vez que querían hablar con alguien o buscar información. Entonces inventaron una cosa para que, más allá del sistema, todas las máquinas del lugar pudiesen compartir documentos con las demás.

—Es decir que el origen de internet está en la pereza, en la fiaca, ¡en la apatía! —grito, contentísimo.

—Claro: cero ganas de caminar, de tomar sol, de hablar con la gente…

—Eso quiere decir que la falta de ejercicio, la procrastinación, comer cualquier cosa a cualquier hora, hablar boludeces por Skype, etcétera, es algo natural de internet, no es culpa mía. 

—Por supuesto, querido amigo gordo.

—Entonces estoy salvado. Por lo menos en este universo.

Los perros pelegrinos

—¿Te acordás esa vez que el colorado Ulmer se tiró a leer boca abajo en el pasto, creo que estábamos en Plaza Francia, y vino un perro grandote de atrás y lo empezó a bombear?

—Me acuerdo patente —le digo a Chiri—. No se lo podíamos desabrochar. Alguien les tiró agua caliente del termo para desabotonarlos, pero el perro se excitó más y fue peor.

—Debe ser horrible que te sodomice un can, y además en público. Fue un momento muy humillante para la raza humana. 

—El gran César Millán dice que para que un perro no te doblegue tenés que hablarle con autoridad. No importa lo que le digas, porque el perro no entiende. Importa la intensidad del tono. Así te hablo a vos cuando estamos de cierre con la revista.

—¿Vos me hablás así?

—Sí. «¡Chiri, Chiri, levante la pata y haga una entradilla en la página treinta!». Y vos vas, generalmente contento.

—Según María, mi mujer, César Millán no solo te enseña a educar perros. Si mirás sus programas con atención, te enseña a educar hijos. Sobre todo a Lucio, que ya es casi adolescente. Ella sostiene que una temporada de César Millán te instruye más que muchos libros sobre educación infantil. 

—Puede ser —le digo—. Hay un montón de pibes que hacen lo que quieren con los padres. 

—Y con los perros pasa lo mismo, pero el problema siempre está en uno. Lo que hace César, justamente, es marcarte qué cosas estás haciendo mal, en qué fallás, cuáles son los puntos flojos en la educación que le das a tu mascota.

—Cuando leía la crónica de Pablo Scioscia no podía dejar de imaginar al perro Romeo como Wilfred, el perro de la serie esa tan buena, que es remake de otra serie australiana.

— Yo la dejé de ver en la segunda temporada —me dice Chiri, poniendo gesto de que no le gusta tanto.

—A mí me encanta Wilfred. Es como Romeo, manipulador, egoísta, perverso. La antítesis de Lassie. Mi perro Totín también era así.

—Siempre te gustaron los perros a vos…

—Siempre no. En una época yo andaba de mochilero por el Norte, haciendo reportajes para el diario Protagonistas. Y me bañaba poco. Entonces me seguían unos quince perros, se creían que yo era el amo. Y me daba mucha vergüenza entrar a las ciudades a dejar en el correo mi artículo para el diario. Me costaba reconocer que era un vagabundo… Sacando esa época, siempre me gustaron los perros.

—¿Entonces por qué no tenés perro? —me pregunta.

—Nina y yo queremos tener, pero Cristina no nos deja. Dice que los tres primeros días voy a limpiar la caca yo porque es la novedad, y los siguiente quince años la va a tener que limpiar ella.

—A esta altura ya te conoce del todo tu santa mujer —dice Chiri—. ¿Alguna vez te conté del fenómeno de los perros, acá en Luján? 

—¿Qué les pasa?

—Viste que Luján es un centro de peregrinación católico muy importante… 

—No me expliques qué es Luján. No hace tanto me fui de Argentina.

—No te lo explico a vos, sino a los lectores de otros países —me dice Chiri—. A veces te olvidás que estamos grabando esto para las sobremesas. No sos un buen director de esta revista.

—¿Qué pasa con los perros en Luján?

—Que cada año viene muchísima gente a la Basílica a pie, desde muy lejos, para cumplir una promesa. 

—Los peregrinos.

—Claro. El fenómeno que se da es que, a lo largo del camino, a los peregrinos se les suman perros callejeros de las ciudades por donde van pasando. Y entran con ellos a Luján. Después los peregrinos se vuelven a sus casas en tren, en micro, en camioneta, pero los perros se quedan en la ciudad. 

—¿Y no se van más?

—¡Y no se van más, es un flagelo! Se agrupan, forman comunidades, se mueven en manadas por toda la ciudad. Los ves deambulando por la calle San Martín o por la avenida de entrada a la Basílica. Yo pienso que nos están invadiendo en secreto.

—Con razón —le digo— cada vez que voy a Luján me llama muchísimo la atención la cantidad de perros que hay. Incluso adentro de tu casa hay uno. Tené cuidado.

—Pero esa es mi perra Paca, pelotudo.

—No, yo digo el blanquito, el que no para de comer y de saltar.

—Ese es Lucio. Mi hijo.

—Ah, mirá vos.

Diferencias de edad

—La ley no sabe bien qué hacer con el tema de la pederastia —le digo a Chiri—, porque cada vez hay más adolescentes que se auto sacan fotos en bolas para mostrarle a sus amigos.

—¿Y a quién meten preso? ¿Al propio adolescente?

—Así parece… En algunos países de Europa dos menores se pueden casar, por ejemplo, pero no pueden coger entre ellos porque van presos.

—¿Y por qué se pueden casar entonces? —me pregunta Chiri.

—Porque las leyes están superpuestas. Las hay de todas las épocas, y ahora es un quilombo muy grande ordenarlas. Hay mucha sensibilidad flamante, mezclada con épocas mas permisivas. 

—Las épocas Mad Men donde el médico podía fumar en el consultorio —ejemplifica Chiri—. Las épocas de Cacho Castaña donde se podía cantar «si te encuentro con otro te mato», las épocas de Navokov y su libro Lolita…

—Ojo, que en su momento a ese libro se lo consideró «peligroso».

—Pero fue un nazi el que lo etiquetó, Adolf Eichmann. Que, dicho sea de paso, estaba lo más choto viviendo en Argentina cuando lo agarraron.

—¿Ah sí? —me sorprendo— ¿Cómo fue?

—Parece que lo descubrió un vecino suyo (que era judío y ciego) a través de su hija adolescente que era amiga de uno de los hijos del alemán. Lo denunció y vino el Mossad y se lo llevó. Pero antes de morir Eichmann dijo una frase memorable: «Larga vida a Alemania, larga vida a Austria y larga vida a Argentina».

—Ay, no sé si ponerme orgulloso o avergonzarme. ¿De dónde sacaste esa información tan divertida?

—Creo que lo escribió Uki Goñi en La auténtica Odessa. O lo saqué de algún otro lado. Pero es cierto.

—Uki Goñi, qué nombre más raro.

—¿Vos sabés que Uki Goñi también oculta un pasado secreto, no?

—Ni idea —le digo.

—Era el cantante de Los Helicópteros, esa banda pop que cada dos por tres aparecía en Badía y Compañía los sábados a la tarde.

—¿Los de «Radio Venus»? ¿Los de «Novia con guita»? ¿El flaco de rulitos?

—Claro.

—¿Pero ese no era Willy Ruano?

—Nada que ver. A Willy Ruano lo tengo de amigo en Facebook —me dice Chiri—. Le pedí amistad porque desde que dejó la tele lo extraño mucho. Si lo vieras ahora, un señor de saco y corbata.

—A veces me da miedo los amigos que tenés en Facebook —le digo—, pero prefiero no preguntarte más porque nos vamos de tema. ¿Te gustó el cuento de David Bravo?

—Mucho, me encanta que se haya inclinado a la ficción. El cuento me trajo a la cabeza el documental sobre la causa contra Roman Polanski en los Estados Unidos por haberse acostado con una menor de trece años, ¿lo viste? —le digo que no con la cabeza—. Es buenísimo y te lo recomiendo de todo corazón. Se llama Roman Polanski: Wanted and Desired.

—A mí siempre me dio lástima Polanski, me cae muy bien.

—En el documental habla la nena, que ahora es una mujer grande —me dice Chiri—: la célebre Samantha Geimer. Ella lo perdonó públicamente.

—Sí, pero igual él no puede volver a Estados Unidos, porque si vuelve lo meten preso.

—Durísima la vida de Roman: su madre fue asesinada por los nazis en el Holocausto, y después lo que le pasó con Sharon Tate. Qué feo que se lo acuse de pederasta.

—Edgar Allan Poe fue más allá —le digo—, porque se casó con una nena de trece años: Virginia Clemm. Y encima era su prima.

—Es muy raro saber cuándo es delito y cuándo no lo es. ¿Tienen que meter preso a un chico de diecisiete que se coge a una chica de trece, por ejemplo?

—Yo creo que no deberían medir la edad del menor, sino la diferencia de edad con el mayor. Si la diferencia es menor a cuatro, todo vale. 

—O sea que para vos, gordo degenerado, un nene de ocho puede cogerse a una nena de cuatro.

—No, tenés razón —reconozco—. Mi teoría falla.

—Tampoco tiene sentido que un señor de ochenta años se coja a una señora de ochenta y cuatro.

—¿Por?

—No importa qué edad tengas, pero si te cogés a una vieja tenés que ir preso. Sí o sí.

Tierra adentro

—Ya encontré una solución para la muerte —me dice Chiri—. Que pongan televisor individual en las tumbas, como hay ahora en los aviones.

—No se si es una buena solución para la muerte, pero sí para que los zombis no anden por ahí comiendo cerebros. Se quedarían en los cementerios mirando series. En el top ten estarían Dead like me, Six feet under y Dead set.

—Además de estar en todos los top ten, Six feet under, para mi gusto, también tiene los mejores cierres de temporada.

—Sí, es muy probable —le digo—. ¿Cuál es el que más te gustó?

—Es una pregunta complicada. En este momento, me acuerdo de uno en particular: del cierre de la cuarta. ¿Te acordás?

—Creo que no.

—Es una escena en la que están David con su padre, el funebrero muerto.

—¿Vos te diste cuenta de que a Michael C. Hall siempre se le parece el padre muerto? —le digo—. En Dexter le pasa eso todo el tiempo.

—Pero Dexter Morgan es una cosa y David Fisher es otra. Como si me dijeras que Joe Cartwright es Charles Ingalls en su juventud.

—Es cierto. ¿En qué estábamos?

—En el final de la cuarta de Six Feet Under: no sé si te acordás, pero el pobre David venía de pasar un momento de mierda. Un ladrón lo había secuestrado, lo había obligado a fumar crack, lo había cagado a trompadas y después lo había rociado con nafta y casi lo prende fuego… 

—Ahora ya lo tengo más fresco, qué momento horrible… Por suerte zafó.

—Pero se quedó con ataques de pánico. Y ahora lo entiendo más a David después de haber leído «Pánico, diez minutos con la muerte», el libro de Ana Prieto.

—¿Ya salió? ¿Está bueno?

—Está buenísimo —me dice Chiri.

—¿El «panic attack» es una enfermedad moderna, no?

—No, parece que antes se llamaba «melancolía». 

—¿Y qué te pasa cuando te agarra?

—Debe ser muy horrible, porque sentís que te morís, que se te para el corazón, que no vas a poder respirar. O que te vas a volver loco… Siempre te lo desencadena algo, un pico de estrés, un problemón que arrastrás desde la infancia, un robo violento, como le pasó a David, pero yo creo que en el fondo tiene que ver con un miedo muy antiguo, un chip ancestral que traemos en nuestros genes.

—El miedo a que te coma un animal horrible en la oscuridad de la cueva…

—Un depredador silencioso de grandes colmillos. Una cosa así, ponele. Y desde entonces quedamos en estado de alerta permanente. Solo basta con que algo te detone la alarma. Uno de los entrevistados que aparecen en el libro de Ana dice una cosa genial: «Siento que lo que se entiende por curación es también dejarte adaptado para los aviones, la velocidad, la sociedad, es decir dejarte fresquito y preparado para todo lo que, en rigor, siempre fue, sigue siendo y será el espanto de la civilización”.

—¿Pero vos no te me estabas contando algo de Six Feet Under?

—Eso, te estaba contando el final de la cuarta temporada.

—Bueno, dale, no te disperses.

—David sueña con su padre. Afuera llueve y los dos miran cómo cae el agua sobre el jardín de la casa. De pronto el muerto le dice: «Vos te aferrás a tu sufrimiento como si valiera la pena, y no vale la pena. Las posibilidades son infinitas y vos lo único que hacés es lamentarte». «¿Y qué es lo que tengo que hacer?», quiere saber David, que está desesperado justamente porque no sabe qué hacer.

—¡Claro! —le digo—. ¡Yo le habría preguntado lo mismo!

—«Podés hacer lo que quieras, nabo —le dice el padre—. ¡Estás vivo! ¿Qué es un poco de sufrimiento comprado con eso?». David se queda pensando: «No puede ser tan simple», le dice. Entonces el padre lo abraza, se le acerca y le murmura al oído: «¿Y si lo es?». David apoya la cabeza sobre su hombro. Afuera sigue lloviendo. La cámara se aleja. Fin de la cuarta temporada.

—…

—Qué.

—Nada. Es perfecto.

—¿Vas a llorar como en Costa Rica? No seas puto.

—Nada que ver. Me entró una basurita en el ojo.

Traumas chilenos

—Hubo mucha polémica alrededor de la muerte de Allende —me cuenta Chiri—. La izquierda sostuvo durante años que lo habían asesinado. 

—Pero hubo testigos del suicidio, ¿no?

—Sí, y además hace poco exhumaron el cadáver y no quedó ninguna duda.

—¿Tiene algún parentesco la escritora Isabel Allende con el presidente chileno?

—Por supuesto: el papá de Isabel era primo hermano de Salvador.

—¿Por qué sabés esos chusmeríos? —me sorprendo—. Y lo peor es que los sabés en serio, no tuviste tiempo de ir a la Wikipedia.

—Chile es un país vecino —me dice—, y me gusta chusmear a los vecinos, como todo el mundo.

—A mí no me gustan los chilenos —le digo.

—Es un trauma que tenés desde el día que el chileno ese nos robó en Bariloche, cuando estábamos de mochileros.

—Pero te cagó mucho más a trompadas a vos que a mí. ¿Por qué el trauma lo tengo yo? —le digo.

—Porque vos eras más chico que yo, tenías dieciséis. Yo ya tenía diecisiete.

—¿Ya habíamos hablado de eso en las sobremesas, no? —le pregunto—. ¿De la vez que nos robó ese chileno?

—No me acuerdo —me dice Chiri—. Habría que revisar. Esa es una de las razones por la que vamos a dejar de hacer la revista, para que no empecemos a repetir anécdotas, como los viejos. ¿De qué hablabamos?

—De Isabel Allende —le digo—. ¿Por qué la critican tanto? Me acuerdo que Bolaño dijo una vez que decirle escritora era darle mucha cancha. Y la llamó «escribidora». A mí me gustó «La casa de los espíritus».

—¿Leíste esa novela?

—No, vi la peli —le digo.

—¿Por qué viste esa película?

—Todos vimos esa película, Christian Gustavo. No te hagás el macho intelectual.

—Es cierto, la vi —confiesa—. La alquilé por el título… Pensé que era una película de terror. Hace poco leí un texto que escribió Gabriela Wiener en una Etiqueta Negra que se llama «Isabel Allende seguirá escribiendo desde el más allá». Se encontraron las dos en México y Gabriela arma un perfil buenísimo. 

—¿Le preguntó qué piensa sobre los escritores que la critican?

—Claro, le pregunta sobre lo que dijeron de ella Elena Poniatowska y Bolaño.

—¿Y qué responde la señora?

—Que sobrelleva la mala crítica como sobrelleva el éxito. «Me doy cuenta de que, curiosamente, Elena Poniatowska no opina sobre otros escritores. ¿Por qué opina sobre mí? Porque vendo libros», le dice a Gabriela, muy seria, mientras desayunan en un hotel. Y le dice también que Bolaño nunca habló bien de nadie. Que era un muy buen escritor pero una persona odiosa.

—Gonzalo Garcés lo conoció bastante a Bolaño y no me contó lo mismo. Para él era una persona entrañable —le digo.

—Estas rencillas pelotudas entre escritores me chupan un huevo. Por suerte, como dice Gabriela en ese hermoso perfil de Etiqueta, los libros no son para la gente lo que los críticos literarios dicen que son. 

—Perdón, pero me quedé con una duda: ¿vos sabés quién es Elena Poniatowska?

—¡Por supuesto! —me dice—. Es una escritora, activista y periodista mexicana cuya obra literaria ha sido distinguida con numerosos premios.

—¿Estas leyendo la Wikipedia?

—Obvio. ¿Está mal que sepa quién es Isabel Allende pero no tenga idea de esta otra mujer, de la que ya me olvidé el apellido?

—¡Poniatowska, boludo! ¿No te enteraste lo que hizo esta señora el año pasado? Fue justo cuando estaba María Kodama en la Feria del Libro de México, que te mandé la foto donde miraba el reportaje que le hicimos en Orsai.

—No, no me enteré. ¿Qué hizo Poniatwska?

—Se mandó un moco muy gigantesco. Escribió un libro sobre la obra de Borges, que se llama Borges y México. Y puso partes del poema «Instantes» como si fuera de Jorge Luis. ¿Te acordás de ese poema apócrifo que dice las palabras helado, helicóptero, calesita…

—¡Claro que me acuerdo de ese poema! —me dice Chiri—. Es el poema con el que se tropieza el que nunca leyó a Borges en su puta vida. ¿Eso hizo esta mujer? ¡Me muero!

—Sí, Christian Gustavo. Te lo juro. Hubo que frenar la tirada del libro. Un papelón. La que se dio cuenta fue María Kodama, que casi le salen canas verdes.

—Desde hoy Poniatowska es mi ídola —me dice Chiri—. Mi escritora preferida del mundo.

—Sí. Habría que pedirle algo para la Orsai diecisiete.

—No va a haber Orsai diecisiete.

—Por eso.

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