Sobremesas de Revista Orsai N7 T2

En esta edición aparecieron autores y autoras fascinantes: Malena Pichot, Mariana Enriquez y Matías Fernandez Burzaco, entre tantos otros, dejan todo el staff de Editorial Orsai patas para arriba.

¿Quién es el jefe?

HERNÁN: ¿Vos te acordás dónde leímos esta maravilla por primera vez?

CHIRI: Es el prólogo del libro Elogio del imbécil y, teniendo en cuenta que ese libro nunca se editó en Argentina, creo que lo leímos cuando vivíamos en España. ¿No es así, querido amigo?

H: Me da bronca la gente que comparte su pensamiento interior antes de contestar, como si fuera una película berreta de Sherlock Holmes con voz en off. 

C: ¿Lo decís por mí?

H: ¡Claro! Si yo te pregunto «dónde leímos esto» vos me contestás «en España». No tenés que hacer alarde de tu progresión deductiva.

C: ¡Y me acuerdo más cosas! El día que me recomendaste a Pino Aprile estabas fascinado. Me leíste algunos párrafos de este prólogo que publicamos y después flasheamos con pedirle el texto para la revista. ¿Te acordás de eso?

H: Sí, éramos jóvenes y estábamos en la primera temporada de la revista, así que le mandé un mail en caliente. 

C: ¡Ah, qué épocas!

H: El otro día busqué en Gmail ese correo y tiene fecha del 18 de octubre de 2010. 

C: ¿Me lo leés?

H: Es cortísimo. Decía así: «Hola Pino. Soy director de una revista para el mercado hispano. Orsai, su nombre. Me encantaría contar contigo. ¿Es eso posible?».

C: Siempre tan escueto vos, con razón no tenés amigos. ¿Y qué te respondió?

H: No contestó nada durante dos años.

C: ¿En serio? No me acordaba de eso.

H: Yo tampoco, reconstruí el asunto gracias a Gmail. Dos años después, el 23 de septiembre de 2012, me escribió en un español raro: «Hola, perdona encontró solo ahora este mensaje olvidado! Sí, esta es mi mail. Que colaboración quieres desde mi? Un abrazo! Pino».

C: ¡Ja ja! Qué tano genio y colgado… ¿Y vos qué le respondiste?

H: Según Gmail, no le contesté nunca. Es muy extraño… ¿Me habré ofendido?

C: No, boludo. Vos nunca te ofendés. Si querés te digo lo que pasó, pero tengo que hacer la deducción en voz alta.

H: No, decime la palabra clave solamente.

C: Porro.

H: Es muy probable, querido Watson.

C: Pero no entiendo. ¿Y cómo tenemos este texto de él, entonces, si nunca seguiste la charla? 

H: Menos pregunta Sherlock Holmes y perdona.

C: ¿Lo publicaste sin avisar? ¿Sos imbécil?

H: ¡Shhh! No importa. Desde que leí a Pino, siempre tuve claro que, entre los humanos, el jefe es siempre el más estúpido del grupo. Porque (como dice él) para llegar a ese puesto el atributo natural es ser imbécil. Es el instinto de supervivencia de nuestra especie.

C: De hecho, esta revista lo demuestra.

H: Entiendo que te quieras hacer el gracioso porque hay gente, pero si vas a la página 210 vas a ver que yo soy el editor responsable. El «jefe de redacción» sos vos. El imbécil es el jefe, no el editor.

C: ¿En serio? No te lo puedo creer…

H: Y de la película que estamos haciendo, ¿sabés qué sos?

C: El «jefe de guion».

H: Tú lo has dicho.

C: Esperá, tiene que haber un error… ¿Quién me ubica en esos cargos?

H: Vos mismo elegís tus escalafones, Christian. Nadie jamás te obliga. Siempre elegís la palabra «jefe».

C: ¡Pero qué hombre imbécil!

H: Exacto.

Esos locos bajitos

HERNÁN: ¡Lo que lloré con ese relato!

CHIRI: Qué gran descubrimiento es Ana para nosotros, ¿no? Como si la conociéramos de toda la vida.

H: Vos decís que si les contamos a los lectores de la revista que le pedimos a Ana este texto antes de pensar en ella como directora de La uruguaya, ¿alguien nos va a creer?

C: Ya me hice esa pregunta hace unos días. Y la respuesta es «no».

H: Y si les contamos a los lectores que, cuando vimos su ópera prima Las buenas intenciones y nos gustó tanto, no recordábamos que Ana había escrito un texto para la Orsai 16, ¿decís que nos creen o que piensan que estamos haciendo literatura?

C: ¡Literatura barata, además! Es lo que más bronca me da sobre las casualidades redondas: que cuando las contás no solamente parecen armadas, sino que todos creen que las armó alguien que no sabe mentir.

H: Entonces… 

C: ¿Ah, sigue?

H: Sí.

C: Ok.

H: Entonces, si les decimos a los lectores que vos jugaste al fútbol con Ana en un asado en 2013, y que muchos años después viste su película, etcétera, sin saber que la conocías…

C: …ya sería demasiado. 

H: Es lo que pensaba. Mejor no contamos todo eso en la sobremesa, ¿no? 

C: No, encaremos por otro lado, hablemos de la relación de las hijas pequeñas con los padres drogones. ¿Ya estabas grabando?

H: Estoy grabando desde la mañana, boludo. ¿Por qué te pensás que me puse perfume?

C: Empiezo. ¿Qué me podés decir, Hernán, sobre un padre que le da un euro de recompensa a su pequeña hija de siete años cada vez que la criaturita riega las plantas de marihuana del balcón?

H: Si lo decís por mi hija Nina, que se levantaba temprano a regar, te puedo decir que a los diez años ella había ahorrado más plata que vos.

C: ¿Pero nunca te sentiste identificado con el papá de Ana, en las épocas en que vos coqueteabas con el infarto?

H: ¡Ni en pedo! La sensación que me dio siempre es que el papá de Ana es un amigo nuestro de Mercedes. 

C: Es verdad… Cuando vi la película fue lo primero que pensé. Tuvimos algunos amigos así, con esas características…

H: Y también fuimos un poco así cuando vivíamos en Mercedes, aunque no tanto… 

C: Zafamos de ser así de pedo, porque ni vos ni yo tuvimos hijos en la juventud.

H: ¡Es verdad, nunca lo pensé de esa manera! Imagináte vos, Christian Gustavo, teniendo un hijo a los diecisiete. Ese chico hubiera cumplido doce años cuando vos todavía eras un inmaduro sin rumbo fijo.

C: Me da escalofríos de solo pensarlo… ¿Y sabés qué, además?

H: ¿Qué?

C: Hoy tendría más de treinta años ese hipotético hijo mío. No me imagino siendo el padre de un hijo de treinta y pico. ¿Cómo sería? ¿Qué estaría haciendo?

H: Sin ninguna duda estaría trabajando con nosotros, acá en la revista… ¿Dónde iba a estar? 

C: Sí, ¿no?

H: Corrigiendo…

C: Editando…

H: Buscando autores nuevos…

C: Haciéndose el jefe…

AMBOS: ¡¡Martín Felipe!!

Actividades físicas extremas

H: Está perfecto que Pedro haya elegido este texto acuático para homenajear la llegada de sus cincuenta años.

C: ¿Por lo introspectivo?

H: Sí, le queda bien la serenidad del agua. Si los escritores argentinos fueran actividades físicas, Pedro sería flotar. Sus libros tienen la cadencia de hacer la plancha.

C: Mariana Enriquez sería correr en una cinta caminadora testeada por un cardiólogo.

H: Fabián Casas sería cortar leña.

C: Martín Caparrós sería jugar a la escondida.

H: No entendí.

C: Por la foto del árbol.

H: ¡Muy bueno! Y Samanta sería ese deporte que tirás una piedra redonda en una pista de hielo y vas limpiando el piso para que avance.

C: Curling.

H: No, Schweblin.

C: Gracioso.

H: ¿Te diste cuenta de que Pedro aparece en esta revista siempre en momentos clave y nos ofrece textos bisagra? Por ejemplo: lo convocamos para el primer número, en 2010, y escribió un manifiesto generacional.

C: Es verdad: él había cumplido cuarenta años y entendía que la literatura analógica de toda la vida, mezclada con la flamante virtualidad, nos empezaba a complicar la existencia.

H: No sé si ya se usaba el verbo procrastinar, pero hablaba de eso. 

C: ¡Un adelantado!

H: Y en 2013 escribió un texto en la Orsai 16, que se llama «The End», que es algo hermosísimo y también muy bisagra, porque estábamos nosotros también en un final de época.

C: Y ahora esto.

H: Claro, de nuevo un clímax generacional: porque en estos meses todos cumplimos cincuenta.

C: Bueno, todos no. Vos, Pedro y yo. El resto de la gente que haga lo que se le antoje.

H: Sí. Seamos democráticos.

C: En el medio escribió para nosotros El gran surubí, que por cierto lo acaba de editar Emecé.

H: Una edición muy linda.

C: ¿Pero no era nuestro ese libro?

H: Nada es de nadie.

C: Un día te van a robar un sánguche y ahí quiero verte con esa cara de gordito zen que ponés ahora.

H: En los contratos que hacemos en la editorial hay una cláusula que dice: «El autor en ningún momento cede a Orsai los derechos de la obra, que podrá ser publicada donde el autor lo crea conveniente y del modo que se le antoje, luego de la finalización de este contrato o incluso durante».

C: ¿Pero esos contratos los redactás así porque sos boludo o porque estás drogado?

H: Ya sabés que es por pereza.

C: Sí, pero te quiero hacer hablar. ¿Por qué la pereza, querido Hernán?

H: Porque si hacés un contrato tradicional, lleno de obstáculos, después tenés que estar vigilando lo que hace el otro, eventualmente hacerle juicio, te obligan a ponerte la camisa adentro del pantalón para ir al juzgado muy temprano… Mejor esquivar todo eso de entrada.

C: Igual vos no blanqueás que es por eso… 

H: ¡Obvio! Le hago creer a la gente que lo hago por altruismo.

C: ¿Y Pedro firmó ese contrato?

H: No, me parece que ni siquiera imprimimos el contrato cuando editamos El gran surubí, porque Pedro también es perezoso. Dijimos que íbamos a hacerlo y después nos olvidamos.

C: Es increíble qué fácil sería el mundo si todos tuviéramos fiaca.

H: Sí, pero no habría vacunas.

Geriátricos, rugbiers y perros

CHIRI: Cualquier cosa que escriba Juan Sklar me atrapa, no importa sobre qué tema. Hindúes que se chupan las partes, dibujitos animados que no son lo que parecen, cartas al hijo o estas cosas espantosas sobre sexo que escribe para nosotros… Me gusta todo.

HERNÁN: ¿Y eso te hace bien?

C: No. Me da muchísima bronca. 

H: ¡Ah, qué alivio! Porque a mí me pasa lo mismo. Es más: siempre pienso que le va a salir mal la idea sexual que nos propone antes de cada edición. Cuando nos dice de qué se va a tratar, pienso que va a entregar una cagada.

C: Y que le vamos a tener que decir: «No, Juan, la verdad que no te salió el cuento como esperábamos»… ¡Pero nunca pasa!

H: Él llega a la redacción y dice: «¡Señores! ¡Quiero hacer un cuento sobre una gente medio hippie que coge con animales!». (¿Viste que habla así?).

C: Sí, habla con signos de admiración y revolea los ojos, es muy enérgico. 

H: A mi oficina siempre entra sin golpear y con un mazo de cartas de tarot. 

C: Para entrar a mi oficina pega una patada a la puerta y dice: «Señor jefe de redacción Chiri, ¡quiero hacer un cuento sobre unos rugbiers que son todos putos!». Y se sienta en el sofá sin pedir permiso.

H: Una vez entré al baño de la editorial (que no sé por qué decidimos que fuera unisex), y me lo encontré a Sklar tomando merca del culo de Martín Felipe. Me miró y me dijo: «¡Señor director! ¡Quiero hacer un cuento sobre el sexo en los institutos geriátricos!».

C: ¿Y Martín Felipe?

H: Asentía.

C: ¡Claro, siempre propone cosas que no tienen goyete, y a todo le decimos que sí! 

H: Ojo, Christian… En un punto decimos que sí porque somos progres. 

C: De la boca para afuera, Hernán. Porque yo por dentro pienso: «Esta vez le va a salir un cuento choto y voy a poder rechazárselo en la cara».

H: Ya llegará ese día.

C: Yo tengo preparados tres discursos de rechazo de cuentos para Sklar. ¡Ni uno pude usar todavía!

H: Para peor le salen unos cuentos con introducción, nudo y desenlace… Y no los podés dejar de leer. 

C: Este del geriátrico es buenísimo, pero las escenas de sexo, convengamos, son de la nieta con el pibe. De todos modos, el final es conmovedor.

H: Siempre terminan perfecto. Una vez mi mujer me descubrió llorando con una historia de un rugbier que se deja culiar por un perro en la casa de Silvia Süller. ¡Yo no sé cómo hace!

C: ¿No estás mezclando cuentos distintos? 

H: Puede ser. Pero vas a ver que un día va a venir con algo así. 

C: Y lo peor es que le vamos a decir que sí a todo.

H: ¡Qué hijo de puta ese chico!

C: A propósito: ¿Vos alguna vez dijiste públicamente que Juan Sklar era el mejor escritor de su generación?

H: Sí.

C: Porque ahora anda diciendo por Twitter que él no cree en dividir a los escritores por generación. Yo te aviso.

H: Listo, me calenté… Le saco el premio.

C: Muy bien, Hernán. ¿Y a quién vas a poner en reemplazo?

H: A nadie… ¡Premio desierto! Los escritores nacidos en democracia son una generación muy desagradecida.

La suerte de tener un papá editor

C: Qué suerte que Malena aceptó la idea de publicar los cuentos que escribió en la infancia. Me encanta cómo quedaron, con estas tremendas ilustraciones que también parodian cuentos clásicos.

H: ¡Un lujo! Y yo creo que cualquiera que haya escrito desde la infancia se va a sentir reflejado al leerlos. Los nenes, cuando escriben, más que influenciados son como esponjas.

C: Por el estilo que usa, Malena seguro leía cuentos o novelitas de detectives, algunos clásicos y algo que no termino de descifrar.

H: Me parece que eso que no descifrás ya es ella, su estilo posterior, la voz interna queriendo salir.

C: Puede ser. Me acuerdo de un ejercicio de taller literario. 

H: ¿Tuyo?

C: No, boludo. Yo nunca di talleres literarios.

H: ¡Cómo que no! Una vez fuimos por distintos lugares dando un taller.

C: Pero eso fue un fraude literario. Enseñábamos a contar anécdotas, nada que ver con un taller. Esto que te voy a contar es serio.

H: A ver…

C: El maestro le da esta tarea a un joven discípulo que todavía no ha descubierto su propia voz: «Escoge al escritor que mejor conozcas, al que más hayas leído, aquel del cual sepas todos los trucos, y escribe una página entera imitando su estilo. Al terminar, vete a dormir. Al día siguiente lee la página que has escrito y allí donde no reconozcas la voz del autor que imitaste, justo donde creas que hay un error, allí, oh discípulo, está tu verdadera voz intentando salir».

H: Muy interesante. ¿El discípulo eras vos?

C: ¡No!

H: ¿El maestro eras vos?

C: ¡No! No te estoy contando algo que me pasó a mí.

H: ¿Y por qué me dijiste todo eso como en una traducción española?

C: Porque quedé muy influenciado por la manera de escribir de Malena a los diez años.

H: Me hicieron reír mucho sus cuentos, porque usaba fórmulas clásicas pero con palabras de ella, como «nabo» o «paparulo». ¿No te la imaginaste escribiendo así?

C: A full. Ya quedaba claro, desde entonces, que iba a ser guionista.

H: Y qué herramientas iba a usar. Mucha ironía y guiños, supongo que para su familia, porque los cuentos tenían como destinatario a su entorno… Pero está claro que le salían los guiones por los poros. 

C: Lo que más me gusta es la historia que hay detrás de esos cuentos tempranos. Ella escribía los relatos pero no les daba importancia. Entonces, mientras Malena dormía, su papá rescataba los papeles sueltos del piso, o del tacho de basura, los editaba en libritos artesanales y después se los regaló.

H: Lo cuenta ella misma en el prólogo, no es necesario que me lo repitas.

C: Es que a veces no leés los contenidos.

H: En este caso sí. Y me conmovieron los cuentos, la ingenuidad de algunos remates abruptos, como si se le acabara la hoja. O el cambio de registro a veces dentro de una misma frase… 

C: ¿Eso te conmovió?

H: Sí. De alguna manera ella pudo seguir su camino de historias y de guiones porque vio desde la infancia que alguien la editaba, que no era en vano su trabajo. 

C: ¡Bah! Malena hubiera seguido su camino de todas formas, Hernán, no quieras ser poético solamente porque terminá la sobremesa.

H: Qué asco me das a veces. Cómo te cambió la edad. 

El valor de las profesiones

HERNÁN: Nunca jamás, si él mismo no los hubiera enfocado de manera tan cruda en su relato, habría reparado en los enfermeros de Matías. Quiero decir, cuando pienso en él y en su enfermedad, no hay enfermeros. Y sin embargo son lo más importante de su vida, junto a su familia y sus amigos.

CHIRI: O por lo menos lo más cotidiano. Pero quisiera desenfocar el tema de Matías y su enfermedad. 

H: Me parece bien.

C: Yo entiendo que su biografía, o su currículum, tenga que tener esa información al frente: «Tiene fibromatosis hialina juvenil, una enfermedad rarísima en la piel», etcétera… Pero a veces ese dato hace que todo el mundo se olvide de destacar lo otro, que es más importante.

H: ¿Qué es lo otro?

C: La edad que tiene y lo eficaz que es cuando escribe. ¡Tiene un poco más de veinte años, boludo, es una bestia escribiendo! ¿Vos te acordás cómo escribías a esa edad?

H: Era un nabo.

C: Doy fe: yo era el único que leía las boludeces que escribías. Y mirá cómo escribe este chico.

H: ¿Sabés que tenés razón? En un punto su enfermedad eclipsa el prodigio. Si no fuera un chico en silla de ruedas con un cuerpo y una cara muy extraños, estaríamos hablando todo el tiempo de su prosa alucinante.

C: A veces me da bronca… Yo entiendo que su manera de escribir, tan brutal, está ligada a lo que le pasa, pero Matías un día se va a hartar de escribir sobre sí mismo y se va a pasar la ficción y la va a romper. 

H: Yo quiero estar ahí ese día. Cuando las biografías de Mati empiecen de otra manera y a nadie le importe la fibromatosis.

C: ¿Va a pasar, no?

H: Te juego plata. Escribe como un demente. ¿Vos viste cómo encadena las ideas? Escuchá: «La gente cree que es imposible que sea un hijo de re mil puta porque estoy en silla de ruedas. La gente cree que soy bueno y me viene sonriendo a media cuadra de distancia; “pero mirálo: si es discapacitado”. La gente cree que, porque yo dependo de ellos, tiene un poder sobre mí».

C: ¿Te acordás cuando lo vimos por primera vez? Nos costó mucho pasar del cuerpo y verlo a él.

H: Fue un momento incómodo. ¿Nunca se lo contaste, no?

C: Creo que no.

H: Se va a enterar leyendo esto, pero se lo debe imaginar, le habrá pasado mil veces. Mati se anotó en uno de nuestros talleres de anécdotas, y la consigna era escribir una historia, nosotros la leíamos y después nos juntábamos en un aula y conocíamos a los autores.

C: La historia que mandó fue rarísima.

H: No fue rara, solamente que no explicaba lo que le pasaba. En su anécdota él se caía y no había nadie en la casa, entonces no se podía levantar. Recién entendimos la anécdota cuando lo vimos llegar. Uno de sus hermanos lo traía en la silla de ruedas. 

C: Y solo ahí entendimos el significado de caerse y no poder levantarse.

H: Antes de leer el cuento de Mati ya me costaba mucho la posibilidad de ser enfermero o tener la responsabilidad de cuidar a alguien. Pero ahora sé que es imposible. No podría.

C: ¿No te da la impresión de que está tremendamente mal distribuido el tema de lo que cobra la gente por sus actividades? 

H: Me marea ese asunto. Nunca entiendo.

C: Enfermero debería pagarse más que mediocampista de equipo de primera división. El mundo es muy injusto.

H: No hace falta llevar la comparación tan lejos. Vos, como jefe de redacción de Orsai cobrás más que un enfermero. 

C: Pero tengo que soportarte.

Ancianos que hablan de barbijos

HERNÁN: ¿Cómo veremos todo este asunto de la pandemia dentro de unos años? ¿Recordaremos esta época como algo que nos atravesó o, al contrario, empezará a desaparecer de nuestra memoria como, por ejemplo, el Mundial 98?

CHIRI: Depende. Si se murió tu mamá de neumonía bilateral en medio del Mundial 98 y no la pudiste despedir por culpa de un protocolo dictado por la FIFA, no te vas a olvidar nunca de ese Mundial. Con la pandemia me imagino que va a pasar lo mismo.

H: Igual yo no te hacía esta consulta pensando en las desgracias personales, mi pregunta era más bien sobre las nuevas costumbres humanas. Me hacés quedar como un insensible…

C: Sos un insensible.

H: Ya lo sé, pero me preocupa mi imagen ante la sociedad.

C: Ya es hora de que sepas lo siguiente. La sociedad se divide en dos clases de personas: los que no te conocen (la gran mayoría) y los que ya sabemos que sos un insensible: tu familia, tus lectores y tu único amigo.

H: Reformulo la pregunta, entonces. ¿Cómo recordaremos la pandemia, en tres o cuatro años, aquellos que hayamos pasado por todo esto sin padecer grandes desgracias?

C: ¿Te parece que más de un millón de muertos no es una gran desgracia?

H: ¡Andá a cagar, Chiri! Me querés hacer quedar para el orto. Si te estuviera preguntando esto sin un grabador prendido, me hubieras contestado lo que pensabas y a la mierda. Pero como sabés que hay gente, careteás empatía para la tribuna.

C: Yo no estoy careteando, querido Hernán. Solo subrayo tu habitual egoísmo.

H: Nunca me dirías «querido Hernán» si no hubiera gente leyendo esto.

C: Incomprobable.

H: ¿No me vas a responder la pregunta?

C: Prefiero que hablemos de la crónica de Gabi Wiener que acabamos de leer, y no tanto de tu falta de sentimientos.

H: ¡Sí que tengo sentimientos! Cuando me enteré de lo que había vivido Gabriela se me estrujó el corazón. Además, creo que fue la primera gran historia de covid que leí, al menos de alguien que conozco personalmente.

C: Esta crónica de Gabriela fue escrita muy al principio de la cuarentena. Cuando todavía no teníamos casos cercanos en Argentina. Yo me cagué en las patas cuando supe lo que estaba pasando en Madrid. Era marzo o abril de 2020 y me acuerdo que pensé: «Si les está pasando esto a Gabi, a su marido, a sus hijos… nos puede pasar a nosotros».

H: Eran tiempos raros acá… Usar barbijo era todavía una novedad incómoda, una época en la que no sabíamos nada y las noticias llegaban desde Europa como un eco adelantado de lo que nos iba a pasar.

C: Siempre pienso en cómo les vamos a quemar la cabeza con esto a nuestros nietos, pobres. Vamos a ser como esos viejos que hablaban de la guerra. Pero en vez de bombas y barricadas vamos a recordar al alcohol en gel…

H: ¿Ves? Esa era la respuesta que yo esperaba al principio de esta charla. Quería saber eso, qué clase de viejos vamos a ser. ¿Tanto te costaba responderme?

C: Vamos a ser eso: ancianos que hablan de la época de los barbijos. «Ay, nene, qué fácil es la vida ahora para vos» y todas esas pavadas que nos decían nuestros abuelos sobre la guerra.

H: Yo siempre creí que a mis nietos les iba a contar sobre la época de la hiperinflación de Alfonsín, pero ahora creo que la pandemia gana. Quiero que me llegue la vejez para contarles sobre esto.

C: Lamento tener que decirte esto, querido amigo, pero… 

H: ¿Qué? 

C: La vejez. Ya llegó.

El prisma de la juventud

CHIRI: Qué generacional es esta historia, ¿no? ¿Vos también te viste retratado en esas páginas?

HERNÁN: Claro, Santiago es nacido en el 72… Transitó los noventa a la misma edad que nosotros y con los mismos problemas económicos.

C: De grande uno tiene un miedo espantoso a quedarse sin nada. Pero entre los veinte y los treinta hay una cierta sensación de inmortalidad… Yo andaba sin un peso en el bolsillo pero sin desesperación.

H: Yo recuerdo con mucha nitidez tener que decidir entre viajar sin boleto y comprarme un atado de diez, o viajar tranquilo pero sin fumar. Pero no una vez: ¡siempre! Era como una costumbre no tener nada, ir por la vida con lo puesto: no era algo malo.

C: Exacto. En el texto de Santiago se respira esa sensación indolente. Y también reconocí en la historia esos proyectos que no van a ninguna parte.

H: ¡Ja! Esa gente que, en la juventud, te dice que te va a pagar por hacer un libro. Y vos sabés que quien te lo dice es un muerto de hambre, pero le creés porque… ¿si no qué haces con tu vida? Hay muchas similitudes entre Llach y nosotros. 

C: Pero él con hijos, y sabiendo manejar.

H: Otra vez el tema de la irresponsabilidad de tener hijos cuando sos demasiado joven.

C: ¿Demasiado joven? 

H: Y sí: tenía veinticinco años.

C: ¡En el 1700 a los veinticinco años ya tenías el bigote de Caparrós y eras viejo! 

H: Y en el 400 antes de Cristo a los veinticinco años ya habías escrito seis obras de teatro griego y te habías culiado a seis discípulos. ¿Pero qué tiene que ver? 

C: Es verdad. Empiezo a confundirme con el tema de las edades. Ya no sé quién es joven ni quién es viejo. Ahora que la expectativa de vida creció tanto, se puede ser un adolescente hasta los treinta y pico, pero al mismo tiempo hablás con algunos chicos que parecen el viejo Vizcacha. 

H: Me pasa lo mismo con los precios. Entro a Mercado Libre y me pregunto: ¿esto es caro o es barato? ¿Cómo puede ser que medio kilo de queso cueste lo mismo que una flauta traversa?

C: Lo tuyo tiene respuesta: el dólar inestable. Pero con la edad, ¿qué está pasando? Yo no puedo creer la cantidad de cosas que había escrito Borges a los cincuenta años.

H: ¿Pero tenía internet? ¿Jugaba el Barça?

C: No podés asumir que todo lo que no hicimos en la vida adulta es por culpa de la procrastinación No hay autocrítica en eso.

H: ¡Esa es la autocrítica! Que estamos atados al placer de lo inmediato.

C: Como la frase de Julian Barnes en el texto de Llach: «¿No será que la forma más segura del placer es el placer de la ilusión?».

H: El relato de Llach está en segunda persona, le habla al padre. ¿Y sabés de qué me acordé inmediatamente?

C: De la primera novela de Forn.

H: ¡Sí señor! Y también me acordé mucho de esa novela cuando supe de la muerte de Forn. La leímos de muy chicos y nos llamó la atención el recurso de la segunda persona.

C: Cuando la leímos se llamaba «Corazones cautivos más arriba», después le achicó el nombre. Qué cagada esa muerte.

H: Y la de Busqued.

C: La de Busqued es más trágica porque esa bala cayó en nuestra generación. Siempre que se muere gente de tu misma edad es como un cimbronazo.

H: Como que la parca toca el timbre del departamento de al lado.

C: Me encanta que generes este clima de mierda, porque ahora viene Mariana Enriquez en formato historieta.

H: Bueno, poné la pava que estamos todos.

El trauma del apellido Enriquez

HERNÁN: ¡Ah, bueno! Lo bien que le hace el trazo de Nine a los cuentos de Mariana. El color, la textura… Es como ver una pesadilla en papel. 

CHIRI: El dibujo tiene todo el clima del cuento. Ese paso sutil entre la realidad de la dependencia policial y el camino hacia la villa. Los silencios; me encanta que hayamos permitido que el ilustrador se extienda, que no esté la historieta llena de palabras todo el tiempo.

H: Hay un quiebre. Un lugar donde la realidad cambia. ¿Podés detectar cuándo?

C: Cuando el taxista no quiere entrar, esa es la bisagra. 

H: Exacto. Ahí se pone más borrosa la historia, más onírica, y Nine también lo subraya con un trazo de sueñera.

C: Qué increíble la literatura de Mariana Enriquez. Le encontró una geografía tan perfecta al miedo, que cuesta pensar que ese género (al que podemos llamar «terror conurbano») no haya existido antes de ella. 

H: Las grandes ideas son las que siempre estuvieron ahí y nadie supo fusionar.

C: Vos tenías un cuento muy viejo sobre las ideas que estuvieron siempre a la vista de todos, pero que nadie usaba.

H: Claro. Las valijas con rueditas, por ejemplo. La rueda se inventó al final del neolítico, y la valija se empezó a usar en el año 726. Pero en cambio la primera valija con rueditas es de 1970… ¡Catorce siglos estuvimos llevando las valijas en la mano, habiendo ruedas! 

C: Y como doscientos años estuvimos haciendo literatura fantástica en Argentina sin darnos cuenta de que el conurbano es una escenografía perfecta para los cuentos de terror.

H: Bueno, alguna vez se hizo, pero no de forma sistemática como lo hace Mariana.

C: Ahora que estamos en este nuevo plan de hacer películas, deberíamos plantearnos muy seriamente hacer una de terror bonaerense.

H: Ojo. Estamos haciendo nuestra primera película, y recién vamos por la mitad. No nos hagamos los cancheros que lo más probable es que salga todo mal y después vamos a leer esto y nos va a dar vergüenza retrospectiva.

C: Es verdad.

H: Pero más allá de ese inciso de prudencia, ¡excelente idea hacer una película de terror conurbano!

C: ¿Sabés qué cuento de Mariana me gusta mucho para adaptar al formato audiovisual? Ese del del guía turístico al que se le aparece el Petiso Orejudo.

H: Qué hermosura, sí. Pero entonces no hagamos una película: hagamos una serie de terror, con cuentos autoconclusivos. Como los que presentaba Narciso Ibáñez Menta.

C: Repito tu consejo: bajémonos del auto que todavía no nos sacamos la rifa.

H: Sí.

C: Además, habría que avisarle a Mariana primero. Para que nos preste el cuento.

H: La primera vez que publicamos un cuento de ella en Orsai, mi hija Nina era chica todavía. ¿Te acordás del cuento?

C: «La casa de Adela», otro hermoso cuento de terror conurbano. Creo que es en Lanús donde hay una casa embrujada y Mariana hace que lo cuente una nena, además.

H: Maravilloso el cuento, sí, pero cometí el error de leérselo a Nina, que tenía nueve años. Y es el día de hoy que está traumada.

C: ¡Pobre!

H: El otro día le dije que para esta edición teníamos otro cuento de Mariana Enriquez y se metió abajo de la cama del susto. No puede soportar la palabra «Enriquez». Por suerte no es un apellido muy común.

C: ¿Y con el nombre «Enrique» no le pasa nada?

H: Se mea. Pero no grita.

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